Capítulo 8

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THOMAS

Desperté sobresaltado cerca de las diez de la mañana. Por una milésima de segundo pensé que aún estábamos durmiendo en el bosque, entre arbustos y piedras. Pero no. Ya no más. Al menos, no de momento.

Annabeth estaba durmiendo de espaldas justo al otro lado de la habitación, así que dejé mi litera y me encaminé hacia baño.

Eché un vistazo a la sala silenciosa, que era adornada con la luz de la mañana y atravesada por un intenso aroma a pino. Dudé. Una parte de mí quería rebuscar entre las pertenencias de nuestro querido ermitaño, y la otra simplemente ansiaba una ducha de agua hirviendo.

Desajusté la canilla y esperé que agua estuviera lo suficientemente caliente como para meterme debajo. Pasé jabón por todo mi cuerpo y luego me quedé quieto. Dejé que el agua corriera. Y corriera.

Y siguiera corriendo.

Respiré. Y entonces el agua se volvió fría.

—Dos minutos —sonó una grabación en un pequeño altoparlante casero.
—Mierda —dije y me alejé de la regadera. Pronto el agua comenzó a entibiarse.

Volví debajo, me enjuagué y cerré la maldita canilla antes que volviera a escupir fuego de hielo.
—Malditos naturistas —balbuceé.

Sobre una pequeña tarima encontré ropa. Y dentro de la ropa encontré una cuchilla de afeitar. Gracias al cielo. Deslicé la hoja por mi rostro una y otra vez, de un lado hacia el otro, como si fuera un arte. Y pronto mi rostro estaba completamente despejado.

Cómo podía cambiarle el humor a una persona un jabón de rosas y una hoja de afeitar... Sublime, pensé.

Salí del baño justo cuando el ermitaño abrió la puerta que daba al bosque. Se encaminó hacia la mesa y dejó caer dos liebres grandes.
—Haz ido al mercado —sugerí.
El ermitaño hizo un ademán con la mano y sacó una gran cuchilla de un cajón en la cocina. Todos ellos estaban trabados, manteniendo así los utensilios punzantes fuera del alcance de los desconocidos.
—No hay mercado en las Comunidades —hizo una pequeña pausa para cortar la soga que amarraba las liebres —, tampoco corre el dinero.
Estaba seguro que había hecho ese comentario porque sabía que era algo impensado para una persona de Genux. Eso mismo fue lo que me llevó a asentir con indiferencia.
—Presiento que tampoco habrá mucha carne allí —dije mientras observaba un cuadro en la pared —, y que por ello haz traído esas liebres.
Se rió más de sí que de mí. Colgó ambos animales en un gran gancho y sacó varias patatas sucias de una bolsa, tomó una olla y la llenó de agua; luego prendió el fuego y comenzó a cortarlas.
—Es duro al principio —se limitó a contestar.
—Si el precio del cielo es abandonar la carne, amigo... —bromeé pero no rió.

Silencio. El ermitaño cortando las papas y yo observando el lugar.

Esquina derecha. Esquina izquierda. Arriba. Abajo. Márgenes. Nada, no había cámaras.

— ¿Y cómo salió eso? —preguntó.
— ¿Qué?
—El escape por la alcantarilla, es la primera vez que lo escucho...

Era la segunda vez que este tipo insinuaba que había más personas como nosotros cerca de aquí, sin embargo, estaba seguro de que se negaría a contestar mis (directas) preguntas. Mientras tanto, en mi mente iba almacenándose la información de cada uno de sus comentarios desenfadados.

—Bien, supongo. No lograron seguirnos la pista.
Él apoyó las liebres sobre la mesa y comenzó a prepararlas para cocinarlas.
—Nunca lo hacen —afirmó —. Supongo que no les interesa que vuelvan a entrar.

Al menos no sabe quién demonios soy, pensé. Podía ser algo bueno.
— ¿Alguien ha vuelto a entrar?
—No —hizo una pausa mientras cortaba las liebres —. El año pasado, padre e hijo intentaron volver por el camino que habían escapado. No supimos nada más de ellos.

Touché.

La puerta de la habitación se abrió con suavidad, Annabeth nos dirigió una mirada y entró al baño con su equipo de ropa en la mano. Como era de esperar, tardó una hora en salir de allí.

Comimos tanto que apenas sobró en la olla. Y al terminar, volvimos a entablar conversación.
— ¿Vives solo? —preguntó Annabeth.
—Sí —dijo —. La Comunidad está cerca de todas formas.
— ¿Nosotros volveremos aquí?
—No. hay una Residencia en la Comunidad para quienes salen de Genux. Allí van a ubicarlos.

Me puse a pensar en cuán grande tenía que ser el número de personas que escapase de Genux para que dispusieran de su propio espacio...

—Ayer... —comenzó Annabeth — dijiste que algunos de los subversivos llegaban hasta aquí.
El ermitaño la observó y se rascó el codo, parecía elegir cada una de las palabras de una forma cuidadosa.
—Sí, podrán explicártelo en la Comunidad.

Al cabo de un rato, Annabeth salió para calmar un poco sus ansias, y yo me quedé acostado en el catre, hasta que el ermitaño tocó la puerta para anunciarme que saldríamos hacia el lugar en unos minutos.

Nos subimos los tres a la camioneta y emprendimos un viaje por la arboleda hasta encontrar la carretera. Estaba claro que no cualquiera podía llegar hasta esa cabaña.
— ¿De qué está hecho el techo? —pregunté elevando un poco la voz.
El ruido que hacía la camioneta no era demasiado, pero estaba sentado justo en la otra ventana, y él la llevaba abierta. Los pelos de Annabeth me pegaban en la cara y juro que hubiera podido pelarla allí mismo.
—Son placas de energía solar —contestó.

Y no hizo falta explicar más. Supe que habría mucho de eso en la Comunidad Autosustentable.

EXILIADOS #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora