Capítulo 16

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Era la tercera noche en siete días que Ella insistía en que la acompañase a La Guarida. Me daba pudor negarle cada invitación; al final de cuentas era la persona que más intentaba integrarnos. Aunque todos eran muy amables con nosotros, la mayoría tendía a esperar que diéramos el primer paso.

Desde el día que nos habíamos instalado en la Residencia, había podido notar muchas cosas sobre la Comunidad. Por ejemplo, que la casa donde atendían a los enfermos en el centro de la Comunidad siempre se encontraba vacía; sin embargo, la casa que estaba en la Residencia, siempre tenía personas esperando.

Aquello me había hecho pensar en lo vital que resulta para una persona hacer lo que siente. En Genux se trataba de sobrevivir; de obedecer para seguir; en la Comunidad no parecían más felices, sino más tranquilos. Como si tuvieran cierta seguridad en sus vidas. La seguridad que llevaba a centrar la atención en aquello que en realidad importaba, y que poco tenía que ver con la superficialidad de lo material.

Además, comprobé que nadie cuestionaba sus quehaceres. No sólo porque se trataba de algo que habían elegido, sino porque habían crecido con esa idea en la cabeza. De la misma forma que a nosotros se nos había enseñado que debíamos trabajar si queríamos comer, a ellos se les había enseñado que debían aportar para consumir. La retribución era parte de la rutina; nadie la cuestionaba.

— ¿Todavía tienes el pijama puesto?
Ella había pasado del umbral a la sala en dos grandes zancadas, como cada vez que abría la puerta.

Llevaba puesto un pantalón con manchas de pintura y una blusa que entremezclaba dos estampados.

Aquella era otra de las excentricidades de la Comunidad, vestían sin importar el lugar o el momento. En un principio era inevitable observar; sin embargo, al darme cuenta que nadie lo hacía, comencé a dejar de prestar atención.

—Cámbiate mientras lavo estos platos, Annabeth.
—Está bien —rezongué.
Llevé la ropa al baño y dejé la puerta entreabierta para hablar mientras tanto.
— ¿Estás segura?
— ¿De qué? —preguntó.
—De llevarme allí —concluí.
—Desde el día que llegaste —afirmó y el ruido de los cacharros se escuchó a lo lejos.
—Quizás pueda ir mañana...
— ¡No te escucho! —gritó y cerró el agua —. ¿Qué?
—Nada —dije mientras salía del baño.

Tomé del cajón el buzo negro más grande que había encontrado, tal cual me gustaban a mí. Éste tenía un entrecruzado de cordones en el pecho que iba casi hasta el ombligo.

— ¿Hacen algún tipo de ritual a la Madre Naturaleza o algo por el estilo? —bromeé indecisa.
—Claro que no —dijo arrastrándome fuera —, eso es a fin de mes.


Era una noche fría, el viento dudoso corría de un lado al otro y las plantas se movían con un aire fantasmal que resultaba bastante aterrador. Colina arriba hacia el sur, la vegetación se hacía cada vez más frondosa y camino de huellas marcado con piedras se abría paso en zigzag. De vez en vez aparecían velas prendidas sobre troncos cortados a la mitad, protegidas en frascos enormes que impedían que el viento las apagase.
—Allí está... —dijo Ella.

Antes de llegar a la cima, entre los árboles, había un gran predio construido con maderas. El lugar estaba encendido en antorchas color naranja que bailaban con las sombras de las personas moviéndose en medio de la pista. El compás de la música era muy contagioso.
—Hoy es noche de fiesta —dijo Ella alzando la voz sobre la música —. Toma un vaso y sírvete... ¡Cocó! —gritó y se fue a saludar a un chico.

Gran parte de los adolescentes bailaban en el medio del parador en subgrupos, mezclándose entre sí. Del otro lado, junto al pequeño acantilado cercado con barandales, había chicos y chicas sentados en bancos altos y troncos. Hablaban animadamente, incluso unos pocos bailaban desinhibidos en medio de la conversación.

EXILIADOS #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora