II. Caminos perfectos

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Un par de meses que parecían años habían transcurrido desde el nuevo "trabajo" de André, y a decir verdad, sino fuese por la grata compañía de su padre a quien casi veía como un colega de oficio, este nuevo deber estuviese siendo un destino triste y aburrido. Padre e hijo eran pilotos de un inmenso y majestuoso barco, cuya misión exótica era recoger pasajeros que se habían hecho una digna vacante en tal transporte; identificar a dichos pasajeros resultaba una tarea casi sencilla: si alguien yacía en la orilla de algún lago, río o mar, con aspecto de saber bien lo que debía esperar, seguramente era bienvenido al barco; ¿pasajero o trabajador?, decidir eso se encargaría alguien con más vara en aquel crucero.

La cabina de manejo donde padre e hijo se encontraban, resultaba más sencilla de lo que uno podría imaginar, el tamaño de la habitación era de unos diez pies de largo y ancho, y la mecánica para conducir a este gigantesco barco daba para pensar de que cualquiera podía hacerlo: un gran timón de barco para dirigir se hallaba al frente, y era lo más resaltante de aquella habitación; a su derecha de este había una gran palanca cuyas direcciones eran únicamente hacia delante y atrás, esto servía para controlar las velocidades del barco; y a la izquierda del timón se hallaban, sobre lo que parecía ser un muro con forma de mesa, dos pequeñas manivelas; con una de ellas se manejaban las anclas del barco, y con la otra se armarían las escaleras para el abordaje de los pasajeros; empotrado en el techo se hallaba una minúscula sirena cuya alarma sonaba cada vez que debían aproximarse a las orillas para recoger a algún pasajero, y la frecuencia con la que esta sonaba eran en promedio de unas 10 veces por día; frente a ellos se hallaba el enorme cristal que permitía la gran vista de los vastos océanos, lagos cristalinos y calmados ríos por donde el barco navegaría; en una de las esquinas de la habitación se hallaba un muro de madera horizontal muy bien adherido a las paredes, y sobre este reposaba un cómodo colchón, el cuál padre e hijo se turnaban para descansar mientras el otro se encargaba de pilotear el barco; hasta el momento nunca habían ocupado dicha cama al mismo tiempo, pues se necesitaba que por lo menos uno de ellos estuviese siempre al pendiente del timón, aunque por momentos y casi a diario, ambos gustaban mucho de pilotear dicho barco al mismo tiempo mientras jugaban a los marineros.  

Finalmente, detrás del timón, se hallaba una gran pared que separaba dicha cabina de control del resto del barco, y en medio de esta se ubicaba, una peculiar puerta que lucía hecha de madera, pero que resultaba ser más fuerte de lo que en realidad era; esta única puerta no había sido abierta desde el día en que André se unió al trabajo junto a su padre; al parecer no había la necesidad de que el mayordomo ni ningún otro miembro de la tripulación regresase a esta habitación, y ni mencionar sobre los banquetes y bufetes llenos de comida que André bien había observado la primera vez que puso un pie en el barco, pues desde su estadía en la nave, ni André ni su padre habían sentido el hambre y/o la sed venir, tal parecía que todos aquellos que resultaban ser trabajadores del barco, no tenían la necesidad de comer o beber, este placer sencillamente no les apetecía.

Finalmente, detrás del timón, se hallaba una gran pared que separaba dicha cabina de control del resto del barco, y en medio de esta se ubicaba, una peculiar puerta que lucía hecha de madera, pero que resultaba ser más fuerte de lo que en realidad...

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Donde los deseos nacen // MADLV (2da. Parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora