XXXII

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Narra Stephan:

Abro la puerta de copiloto y saco el cuerpo delgado y aún inconsciente de la rubia. Ni siquiera se había movido en todo el camino, tampoco me importaba mucho. Mientras no me diera más problemas, mejor.

Camino hasta la puerta y entro. El silencio que dejé cuando me fui sigue ahí. Al parecer mi hermano no ha vuelto. Mucho mejor. No necesitaba sermones.

— No puede ser— escucho un jadeo a lo lejos, cuando miro, me encuentro con una sirvienta trigueña mirandome atónita. Alzo una de mis cejas y la fulmino, da un pequeño salto y agacha su cabeza con rapidez, mostrando el respeto que parece habérsele olvidado. Gira sobre sus talones y huye, la sigo con la mirada hasta que la pierdo de vista. Metiche.

Sigo mi camino sin prisa y llego a mi habitación. Me acerco a la cama y dejo a la mujer sobre esta, luego, me siento a su lado y la observo. Patética, frágil, débil y estúpida. Una mujer mediocre. Una mujer que era la única capaz de saciar mi sed. Su sangre me sacaba de mis cabales, me tenía loco. Había pasado tanto desde que la había probado por última vez, que ya había olvidado casi completamente su sabor. Lo extrañaba y anhelaba como a nada.

Mire su cuello expuesto, mi marca seguía ahí, proclamandola como mía. Sonrío sin notarlo y acaricio su mejilla. Tan peligrosamente bella. Alejo algunos mechones de su rostro y me acerco a su cuello. No podía soportar más la seuqedad en mi garganta.

Un latido seguido por otro mucho más pequeño llama toda mi atención.

¿Que demonios?

Me quedo estático mirando su vientre. Mi pecho se oprime y mi cuerpo se tensa. La ira crece en mi interior y quedo totalmente cegado.

Maldito Seung.

Maldita Lucia.

Maldito el engendro que crece en su interior.

Mi hermano lo había echo. Había tenido su cuerpo y la había embarazado. Y ella se dejó, la muy puta se dejó.

Me levanto de la cama y tiro todo lo que hay sobre mi cómoda. Me desquito con todo lo que tenga a mi alcance. Rompo todo, hago escandalo y no me importa. Estaba furioso. Ella era mía, solo mía. Mi esclava, mi mujer y mi comida. Nadie podía tenerla. El único que podía tocarla era yo. El único que podía poseerla era yo.

Pero allí estaba ella, esperando el hijo de otro hombre. De ese bastardo que llamaba hermano.

— Maldita sea— siseo. La miro cegado por la rabia, ya ha despertado — maldita zorra.

Me mira desorientada primeramente para luego mirarme horrorizada. Sin persarlo mucho me lanzé sobre ella y tomé sus muñecas, poniendolas sobre su cabeza. Privandola de escape alguno.

— ¡Sueltame! — Gritó exaltada. No dejaba de patalear y moverse, comenzaba a molestarme más de lo que ya había echo ¿Era eso posible?— ¡Déjame maldito! Aléjate de mí— presiono su cuerpo contra el mío y acerco mi rostro al suyo— No, n-no, deja-

— ¿Te gustó? — entre tanto miedo me mira con confusión, sus ojos inocentes perdidos entre el terror— ¿Te gustó revolcarte con mi hermano? ¡¿Eh?! ¡¿Te gusto tenerlo entre tus piernas maldita zorra?! — se sorprende y abre su boca.

— N-no sé de que hablas— rio, mentirosa, una vil mentirosa.

—¿Ah, no? — pregunto con incredulidad — ¿Segura? — pego mis labios a su mejillas y sonrió con sorna mientras subo a su oreja — ¿Necesitas que te lo recuerde?— bajo a su cuello y doy un beso sobre la marca. De paso, dejo un chupeton, marcandola.

Esclava de su palabra Donde viven las historias. Descúbrelo ahora