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Trabajaba. O al menos eso se suponía. Como la cafetería no tenía tantos clientes, como el dueño hubiese querido, no hacia más que estar detrás de la barra, esperando. Esperando paciente a que alguien entrase e interrumpiese la quietud del lugar. Al menos tenía un cliente recurrente.

El chico de piel bronce iba casi a diario, pidiendo nada más que un café americano. A veces se sentaba en una de las mesas y hacia lo que parecía ser trabajo escolar, aunque la mayor parte del tiempo se iba con su café a quién-sabe-dónde.

Antonio no hacia mucho para hablarle, porque según él, nunca encontraba la oportunidad. Así que los días se le iban así, viendo al moreno que solo llegaba a conocer en sueños. Le picaba la curiosidad. Quería saber quién era, qué hacia, qué le gustaba y qué no, pero la timidez había salido de un lugar desconocido y le impedía si quiera decir "Hola". Se conformaba, muy a su pesar, a solo verlo y a escuchar sus "Buenas tardes" que resultaban ser mera cortesía. ¡Ni si quiera su nombre sabia!

Y ahí estaba, sentado en una mesa mientras leía un enorme libro que se encontraba junto a su taza pulcra de color marfil. Había prácticamente nadie y bien podía salir de su puesto para ir y saludar, hacer conversación. Se debatía si debía ir o no, y para cuando se había decidido a ir, el chico se levanto, cerró su libro y se marchó del lugar con un "Gracias". Antonio se dejó caer en la barra con desesperanza. Había perdido otra buena oportunidad. Se maldijo a si mismo y se puso en pie para ir y recoger la vajilla que el muchacho había tomado entre sus manos y tocado con sus labios. La lavó, refunfuñando entre dientes, pensando en que al día siguiente tendría otra oportunidad.

...

Se veía decaído, o más bien enfurruñado, mientras picaba su comida con el tenedor como si estuviese apuñalando a alguien. Su amigo, Cristóbal, un muchacho de ojos negros y cabello del mismo color, con piel nívea y complexión ligeramente robusta, le miraba como si estuviese demente. Cauteloso, continuaba comiendo su emparedado, como si tuviese miedo de que su amigo se levantase de su asiento para ir donde él y clavarle el tenedor en el pecho tan desinteresadamente como lo hacia con la ensalada que yacía en su plato.

-Tío, pero, ¿qué te pasa?- preguntó Cristóbal, o como le llamaban sus amigos, Cris.

-Nada.

-¿Nada? ¿Me crees gilipollas o qué? Estás apuñalando tu puta ensalada.

Antonio gruñó con molestia, lanzando el tenedor de plástico al plato, y se cruzó de brazos como un inmaduro.

-Es solo que...- se rascó la cabeza como un tic de enojo-. Está este chico...

-Alá. ¿Problemas amorosos?

-Ni si quiera se pueden llamar así- resopló, tumbándose sobre la mesa con los brazos estirados hasta el borde contrario donde se encontraba su amigo-. Quiero hablarle.

-¿Y? Nadie te lo impide.

-¡Lo sé! Pero no puedo. No sale, simplemente no se me da.

-¿A ti? - se burlo el pelinegro y rió- Tío, pero si a ti no te para la boca.

-Lo sé. Es solo que cuando lo tengo enfrente no sé que decir. Se me traba la lengua.

-Ya. Ve y saludale. Comenta algo del clima, yo qué sé. Dile pío al menos, pero hablale, ¿vale?

Antonio suspiró pesadamente y asintió de acuerdo con su amigo. Tenía que hablarle a ese muchacho, incluso si eso fuese lo último que hiciera. Sentía la necesidad de conocerlo. En serio lo quería, aunque no sabía por qué tan repentino interés en ese sujeto. ¿Era eso lo que las chicas llamaban crush? Quizás.

Amor hispanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora