XI

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Se sentía como un gran saco lleno de mierda y, como para empeorar la situación, alguien llamaba a la puerta principal del departamento. El sonido que reproducía el timbre le causaba malestar y si quiera pensar en que debía levantarse de la cama le causaba cansancio. Resignado y tosiendo, se dirigió a la puerta que abrió lentamente, encontrándose con su ex al otro lado. Sin preguntar al respecto, el rubio le dejó pasar al interior de su hogar, cerrando la puerta poco después y sorbiendo su nariz sonoramente. El muchacho de cabello rizado y castaño traía consigo una bolsa de plástico de alguna farmacia que apenas pasó desapercibida por el dueño del departamento.

Se dirigieron a la cocina, donde Luis sacó un vaso de vidrio de las gavetas superiores, en el cual sirvió agua y entregó a Antonio. Los ojos verdes del más bajo veían como el contrario buscaba dentro de la bolsa que llevaba, sacando poco después una caja de algún medicamento que desconocía hasta el momento. El de ojos miel le tendió una pastilla blanca, indicándole con seguridad que eso le haría sentirse mejor. Cuando Antonio hubo bebido el agua y el medicamento, el más alto lo guió de nuevo a la habitación para acostarlo en la cama y arroparlo. Se aseguró de que estuviese cómodo y esperó que cayera dormido, cosa que no demoró mucho, pues apenas el rubio se acurrucó contra la almohada, entró en un sueño profundo. Sin más, Luis se aseguró de que todo estuviera en orden, que el lugar no fuese frío y se marchó, dejando los medicamentos y una botella de agua en la mesita de noche que se hallaba en la pieza donde el rubio dormitaba.

...

Apretó los párpados, escuchando el timbre de la puerta sonar. Abrió los ojos pesadamente, sintiendo rápidamente como el malestar del resfriado se presentaba, y se preguntó quién carajos se encontraba frente a su departamento, insistiendo por atención. Gruñendo, se levantó de la cama y, arrastrando los pies por el suelo de madera, fue a abrir la puerta aun con los ojos cerrados.

—Si que te ves madreado, Toño.

La voz de Fernando llegó sorpresivamente a sus oídos, causando que sus ojos se abrieran para comprobar que estaba ahí frente suyo. Se sentía avergonzado porque aquellos ojos chocolate le miraban en esa desastrosa situación. Se veía fatal. Estaba tan pálido como un fantasma, con pronunciadas ojeras bajo los ojos que denotaban cansancio detrás de las lágrimas. Su nariz moqueaba, colorada por las múltiples veces en las que debió sonarsela o limpiarsela con un pañuelo. Su cabello estaba desordenado, como un nido de pájaros que se había asentado sobre su cabeza. Y cada parte de su cuerpo sudaba jocosamente por culpa de la fiebre que le aquejaba.

—¿Qué haces aquí?— preguntó el español, con voz mormada, mirándole incrédulo.

—¿Qué? ¿Acaso no puedo venir a visitarte o qué chingados? Cris me dijo que estás enfermo y vine a ver. No pensé que fuese algo serio. ¿Puedo pasar?

—¡Oh! Sí, adelante, adelante.

Se hizo a un lado y dejó que entrara al departamento mientras cerraba la puerta.

—¿Haz comido algo?— decía el moreno, dirigiéndose a la cocina con seguridad, como si fuese su propia casa.

—No— respondió Antonio, siguiéndole de cerca—. Acabo de despertar.

—Pues dejame decirte que ya son las tres y pasadas. Necesitas comer algo.

—Pero tengo nauseas.

—Que suerte que te prepararé sopa de pollo. Ve a acostarte en lo que termino.

Mientras sacaba todos sus utensilios e ingredientes, Fernando parecía querer ahuyentar al más alto con una mano como si fuese una mosca. Antonio sorbió la nariz, asintió de acuerdo, aunque no le veía, y se retiró de vuelta a su habitación, pensando que no quería del todo dejar solo al mexicano en la cocina. Se dejó caer en su colchón con mucho cuidado y cerró los ojos de manera cansada.

Amor hispanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora