XIX

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Ambos miraron la puerta del apartamento, aun escuchando el timbre que anunciaba una visita. Fernando volvió sus ojos cafés hacia el rubio, cuyos orbes verdes se mantenían aun fijos en la madera, preguntándose quién había osado a interrumpir tal momento de suma importancia. El moreno alejó la mano de la boca de Antonio y la colocó en el pomo de la puerta donde antes habían estado los dedos del rubio.

—¡Mi hijo!— exclamó una mujer bajita, relativamente delgada, de tez morena y cabello castaño, quien alzaba los brazos en dirección a Fernando en cuanto éste abrió la puerta.

—¿Jefa? — el  mexicano aceptó torpemente el abrazo de su madre, la cual parecía estar bastante alegre de verle—. ¿Qué haces aquí?

—¿Que qué hago aquí?— decía ella, alejándose y dandole un manotazo en el brazo sano, con el ceño fruncido, antes de señalar a una chica que iba entrando junto a un hombre—. Hemos venido a verte después de tu accidente. Dios, niño, no puedo creer que te hayan atropellado.

—Ya dejalo, mujer— respondió el hombre, robusto, moreno, más alto que ella, de cabello cortísimo color negro, que se acercó a Fernando y lo saludó con un apretón de manos y un abrazo varonil—. Él es fuerte. Mira nada más, está muy bien.

—¡¿Bien?! ¿Eso te parece bien? Santo cielo, Javier.

Mientras ambos adultos discutían entre ellos, la chica, delgada y bajita, con rostro similar al de Fernando, pero más femenino, fino y hasta podría decirse elegante, se acercó al muchacho dueño del apartamento, intercambiando un par de palabras agradables y abrazándolo en forma de saludo. Finalmente, cuando la madre del mexicano parecía concluir con la pequeña pelea que tenía con su marido, sus ojos negros se clavaron en el rubio, a penas percatándose de su presencia.

—¡Oh, pero, ¿quién es este?! — dijo, acercándose al español, quien, sintiéndose fuera del lugar, atinó a sonreír nerviosamente—. Mi nombre es Rosa, soy la madre de Fernando.

—Mucho gusto, soy Antonio...ahm... Amigo de su hijo.

—¿Qué te trae por aquí, joven?— cuestionó el hombre, asestándole un ligero manotazo en la espalda, causando que el español se espantara por aquello y se girase a mirar al sonriente moreno de mayor edad.

—Fer necesitaba una mano con sus cosas y lo ayudé a traerlas hasta acá.

—Oh, que amable— comentó la madre, tocándole el brazo al muchacho—. Espero que Fernando no te esté causando muchos problemas. Es un niño inquieto.

—No, no...

—Lo que pasa es que es un genio— decía el padre, interrumpiendo al rubio  que se sentía como un pez en el desierto—, y no puede quedarse quieto.

—Genio o no. Es un revoltoso. Cuando era pequeño iba de un lado al otro. No había quien lo parara.

—Oh, sí. ¿Recuerdas cuando se atascó en un árbol y...?

—Mamá, papá— les llamó Fernando, ocasionando que ambos callasen y le mirasen con atención —, Antonio ya se iba, dejen de agobiarlo.

Los ojos del rubio se encontraron con los cafés que tanto le gustaban, los cuales les decían que se fuera, que no debía seguir ahí, por lo que, tristemente, aceptó.

—¿Cómo que se iba?— casi exclamó la mujer, llevándose una mano al pecho—. No, no. ¿Por qué no te quedas a comer? ¿O es que mi hijo no tiene nada en el refrigerador? Te digo, ese niño a penas puede cuidarse solo. No se preocupen, ahorita preparo algo. Ustedes lavense las manos y pongan la mesa. Mariana, ven a ayudarme.

La mujer se retiró en dirección a la cocina, seguida del padre y de la chica, quien parecía ser la hermana de Fernando, dejando a éste con el español. El muchacho moreno bufo sonoramente, sabiendo que su madre no dejaría escapar a Antonio incluso si eso significaba que debía atarlo a una silla y encadenar la puerta. Cerró con un portazo y se encaminó a donde su familia se encontraba.

Amor hispanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora