XVIII

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—¿A dónde vamos?— indagó el rubio mientras era arrastrado del brazo por su amigo castaño.

—Ya lo veras.

Aquello no respondía a su cuestión ni remotamente. Antonio soltó un bufido de derrota y se dejó guiar por Luis a su desconocido destino. ¿Qué traía entre manos aquel muchacho de ojos color miel? Eso era exactamente lo que el rubio quería saber, pero optó, luego de varios intentos infructuosos de sacarle lo que había en su cabeza, por quedarse en silencio.

Luego de algunos minutos andando por las calles españolas durante las cinco de la tarde, llegaron a un arcade de videojuegos. Luis sabía que su acompañante gustaba de aquellos lugares de una manera sumamente infantil, por lo que había pensado que, luego de días de tristeza, eso serviría para levantarle el animo y supo que estaba en lo correcto cuando vio, en los ojos verdes de niño curioso, un brillo de emoción y alegria que hace tiempo no observaba.

—Ten— dijo, llamando la atención de Antonio y tendiéndole un par de torres de monedas envueltas en cinta adhesiva de la altura de una batería doble 'A'; el rubio las tomó, mirándolas con asombro—. Ala, ve a divertirte.

Antonio miró al otro muchacho durante largos segundos antes de sonreír cual niño pequeño, agradecerle estruendosamente y correr al interior del local, dispuesto a gastar las monedas que le habían sido entregadas. Luis esbozó una pequeña sonrisa de satisfacción al ver como su amigo trataba de decidir en qué comenzar a gastar su dinero y, cuando éste pudo elegir, le hizo señas para que fuera a donde él. El más alto no se negó y fue detrás del de ojos verdes. Quería darle un buen día y lograr que el otro chico olvidase, aunque sea por un momento, a aquel moreno.

...

Era una jodida molestia el moverse con la férula en su pierna izquierda y el brazo derecho inmovilizado por el estúpido accidente en el que se vio envuelto. Frustrado, cerró la puerta del taxi con demasiada fuerza, tanto que el conductor le miró con cierto desagrado por maltratar así a su vehículo. Escuchó como éste se marchaba y alzó la mirada para poder apreciar el edificio donde su departamento se encontraba. Suspiró con desgano, tratando de colgarse la mochila en su hombro sano, pero a penas si podía respirar sin que aquellas vendas y demás lo molestasen. ¿Por qué tenía que fracturarse una costilla? Cuando estuvo a punto de lanzar con frustración la mochila hacia el suelo, sus ojos café se encontraron con otros que eran verdes. Mantuvieron la mirada en el otro durante más tiempo del que hubiesen querido, en completo silencio, hasta que el más alto se acercó y tomó la mochila de manos del contrario, quien arrugó el entrecejo con insatisfacción.

—Solo te ayudaré a subirla hasta tu piso—dijo Antonio, con la mirada clavada en otro punto, como ya no deseando cruzar sus orbes esmeralda con los chocolates  del otro.

Sorpresivamente, Fernando dijo absolutamente nada y aceptó la ayuda del rubio. Así, los dos ingresaron al edificio y se subieron en el ascensor, en donde el español presionó el botón del piso deseado para poner en marcha aquella cosa. El recorrido fue hecho en un silencio incómodo y pesado, ni si quiera se dirigían la mirada. Fernando, quien yacía recargado de espaldas contra una de las paredes, miró un segundo a su acompañante de manera imperceptible, preguntándose por qué andaba por ahí. Justo cuando pensaba que debía disculparse con el rubio, el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron con un tintineo. Bajaron en el piso y fueron hasta el departamento del mexicano, al cual ingresaron sin mediar palabra.

—Déjala dónde sea— dijo el moreno, cerrando la puerta detrás de sí.

Antonio asintió en respuesta y colocó la mochila justo en el sofá de la sala. Miró alrededor como si no hubiese estado ahí desde hace años, aunque solo había sido un mes, aproximadamente. Se dio media vuelta y se dirigió a la salida; justo cuando su mano tocó el pomo de la puerta, escuchó a Fernando proferir:

—Realmente lo siento.

El rubio se quedó quieto en su lugar, aun procesando lo que el contrario estaba diciendo. Viró el rostro y sus ojos se clavaron en el perfil del moreno que se negaba a cruzar miradas con él, pues sus orbes cafés estaban fijos en el suelo.

—¿Por qué?— preguntó Antonio en un tono de voz inusualmente bajo.

—Por haberme comportado como un idiota y...

—No me refiero a eso— le calló, causando que el moreno arrugara la nariz—. ¿Por qué no solo me dijiste que querías experimentar? Lo hubiese entendido.

—Yo... No quería experimentar.

—¿Ah, no? De un momento me hablabas como un amigo, luego me besabas para finalmente dejarme de hablar. Eso a mí me suena como que solo estabas jugando. ¿Y qué hay de mis sentimientos? ¿No cuentan?

—¡¿Y qué hay de los míos?!— exclamó Fernando, mirando furioso al contrario que, asombrado, le dirigió una mirada de confusión y se quedó totalmente callado —. ¡Chingada madre, Antonio! ¡Ponte en mi lugar! De repente me gusta un amigo, ¡un cabrón! ¡Un hombre con pene como yo! No sé qué hacer, no sé como actuar. No puedo aceptarlo. ¡No puedo ser gay ni bisexual!

—¿De... De qué hablas? —inquirió el aludido, no comprendiendo del todo al más bajo que parecía consternado, compunjido, contrariado con lo que sea que estuviese sucediendo dentro de su cabeza.

—¡Habló de que no puedo admitir que me gustas!— confesó, dandole un manotazo a la puerta que ocasionó que el rubio diese un respingo del susto.

Hubo un largo momento de silencio entre ambos en el que Fernando aprovechó para pasarse la mano sana por el cabello con enojo y rencor, maldiciendo sin pudor. Por otro lado, Antonio se quedó mirando perplejo al mexicano, no creyendo la simple oración que éste acababa de proferir.

—Fernando.

—¿Qué?— gruñó el nombrado, mirando cual depredador a su acompañante, aunque el gesto poco le duró pues, al ver el semblante tranquilo y lleno de cariño que tenía Antonio, no pudo evitar suavizar su mirada.

—A mí me gustas. Me gustas mucho. Joder, Fer, yo...

—¡Para!—le calló el moreno, tapándole la boca con la mano libre; deseaba y temía escuchar la frase completa del rubio, el cual le miró con duda por su inoportuna interrupción. Suspiró con pesadez y bajó la mirada, no pudiendo seguir viendo aquellos ojos verdes—. Antonio... No puedo...

—¿Por qué? — cuestionó dolido el rubio, sintiendo como sus labios rozaban sutilmente con la palma del contrario.

—Porque...

El timbre sonó.

Amor hispanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora