II

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Había invitado a Fernando a comer. Se había armado de valor y se puso los pantalones para finalmente invitar al chico a salir con él. No dijo que era una cita ni nada de eso, porque no quería asustar a Fernando. Lo dejó como una salida de amigos casual, nada especial. Así que irían a comer.

Antonio pensaba que el moreno extrañaba su tierra, o al menos algunas cosas de ella, así que decidió, en secreto, que irían a un restaurante de comida mexicana. Una vez estuvieron fuera del local, Fernando miró con ojos afilados al español, quien se encogió inquieto en su lugar.

—¿Es una broma?— inquirió molesto el mexicano, cruzándose de brazos.

—¿Qué, por qué?

—Esta comida no es nada mexicana, güey. — señaló el lugar con el pulgar.

—¿No?

—No. Te enseñaré que es la comida mexicana de verdad. ¡Cómo solo un mexicano puede hacerla, mijo!

Y tomó a Antonio por la camisa, arrastrándolo con él a quién sabe dónde. Tomaron un taxi que los llevó a un complejo de apartamentos, en el cual se adentraron, subiendo el ascensor hasta el cuarto piso. Ahí, entraron a uno de los departamentos. Era pequeño. Consistía en una sala, una habitación, el baño, la cocina y el cuarto diminuto de lavado. Era minimalista, pues realmente no habían muchos muebles ni cosas por el estilo, pero era acogedor. Fernando entró en la cocina, dejando que Antonio mirase la sala con curiosidad; había un sofá largo de color negro y una mesa baja de vidrio en el centro.

El de cabello rubio dejó de observar y se dirigió a donde el moreno se encontraba, encontrando que éste estaba sacando cosas del refrigerador. Colocó todo sobre la barra de la cocina y comenzó a preparar la comida, no sin antes encender el radio, del cual emergía música que hacía mover las caderas del moreno. Fernando cantaba y se meneaba mientras cocinaba.

—¡Siempre me voy a enamorar de quien de mi no se enamora!— cantaba Fernando a coro con la canción, usando un tenedor de micrófono —. Vivir así es morir de amor. Por amor tengo el alma herida. Por amor no quiero más vida que su vida. ¡MELANCOLIA! 

Por otro lado, Antonio permanecía bajo el marco de la puerta que daba de la sala a la cocina, recargado de costado y con los brazos cruzados. Sonreía. Ver al pelinegro actuando así le parecía agradable. Aunque la canción le calaba en lo más hondo, porque se sentía atrapado en una situación similar a la que relataba.

Luego de minutos largos que se pasaron con canción tras canción, la comida se encontraba servida en la mesa de madera. Fernando invitó a Antonio a sentarse en una de las sillas de madera con cojines rojos, para luego colocarle enfrente un plato y tenedor. Colocó un plato frente a sí mismo, junto con un tenedor, y sirvió a ambos una porción de chilaquiles. El rubio miraba con cautela sus alimentos y le pico con el cubierto mientras el moreno le miraba divertido.

—Es comestible— dijo Fernando—. Es rico. Come.

Antonio le miró y asintió. Temía que eso no supiera bien. Ni siquiera sabía que contenía su plato. Y entonces, tomó un poco con el tenedor y dio el primer bocado. Era ligeramente picante, pero sabia bien. Mientras masticaba, asintió varias veces con la cabeza, expresando su agrado, aunque hizo una pequeña mueca.

—¿Qué es?— preguntó, dirigiendo sus ojos verdes al mexicano que sonreía divertido al verle enchilado.

—Tortillas fritas, pollo y salsa verde con crema y queso. ¿Te gusta?

—Es bueno, aunque pica.

—¿En serio? Esta comida no es ni remotamente la más picante, pero es verdadera comida mexicana, no las mamadas que te venden en esas grandes industrias.

Amor hispanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora