XXIII

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—Aquí está— dijo la madre de Antonio al encontrar en su ropero un álbum de fotos viejos.

Se sentó en la cama junto al mexicano que, tranquilamente, le estaba esperando. Habían dejado a los otros tres presentes en la residencia, acomodando el comedor y dejando la vajilla sucia en el fregadero para luego ser lavada.

La rubia mujer abrió el álbum y, juntos, comenzaron a ojear las pocas fotografías que había de Antonio, pues debido a su precaria salud, sus padres no deseaban tener fotos de él en los hospitales o en cama enfermo. Las fotos que tenían eran adorables, porque mostraban a un pequeño Antonio, de sonrisa inocente, ojos grandes y brillantes, nariz pequeña y actitud alegre. Había pasado de ser un chiquillo tierno, a un hombre encantador; Fernando tenía que admitirlo aunque le costara. Tenían una foto que les gustó a ambos en particular; el rubio era un niño de no más de cuatro años, cargando a su hermano menor que debía tener un año y estaba envuelto en mantas. Antonio miraba al menor como si fuera una joya preciosa.

—Siempre ha sido un buen crío— comentó la mujer, mirando ensimismada la foto y causando que Fernando le mirase atentamente—. Un chaval con corazón blando, pero un buen chaval. Una vez lloró porque no pudo salvar a una mariposa que se ahogaba en una fuente. ¿Puedes creerlo?

El moreno sonrió de lado; sí se podía imaginar aquello.

—Es una buena persona— comentó inconscientemente el mexicano, mirando nuevamente la foto.

—Sí. Me alegra saber que tiene buenos amigos— dijo, sonriendo al moreno aun si este no le veía, y volvió a mirar la foto—. Eres muy majo, Fernando. Cuida a mi Antonio.

—Haré lo que pueda, señora.

Pasos se escucharon hasta llegar al marco de la puerta, pero ninguno de los dos se inmutó, continuaron viendo las fotos.

—¿Qué estáis haciendo?— preguntó Antonio.

—Nada, corazón— aseguró la madre, con voz tranquila y divertida—. Le muestro a Fernando tus fotos de pequeño.

—¡Mamá!

***

Aun le molestaba el brazo izquierdo, pero era cuestión de moverlo más para que sus músculos y tendones se acostumbraran. Sin embargo, le molestaba aun más que Luis estuviera pululando alrededor de Antonio con intenciones de ligarselo, como, por ejemplo, en ese momento.

Conforme Fernando se acercaba al portón de la universidad, podía vislumbrar cada vez mejor como el rubio hablaba animadamente con su amigo y como éste se mantenía en una pose seductora contra su carro. Era irritante; el mexicano se moría de celos sin saberlo.

Recargado de espaldas contra el costado del auto, Luis tomó por la cintura al rubio y lo acercó un poco a él mientras éste tenía las manos en las caderas como si estuviese molesto por algo, o al menos fingía.

Les escuchó reír a pesar de la distancia y eso solo logró que su semblante se ensombreciera más. Apresuró la marcha pero aun le faltaba mucho que recorrer para llegar a la salida.

¿Por qué aquel timorato impotente podía estar de cariñoso con Antonio y no él? ¿Por qué Luis sí podía decir lo que sentía por el rubio mientras él se aguantaba las ganas de hacerlo? ¿Por qué al menos el castaño podía llamarse uno de sus exes y el tenía que conformarse con ser su amigo?

Se acercó a ambos casi trotando y tomó a Antonio de la muñeca para alejarlo del contrario. Inmediatamente, a penas dios unos pasos, Luis tomó el otro brazo del rubio, causando que se detuviesen. El mexicano y el castaño intercambiaron una mirada de odio y recelo, orgullosos y reacios a dejar ir al rubio.

—Suéltalo— ordenó el moreno.

Luis, en silencio, miró a Antonio, quien estaba ligeramente confundido por la actitud de su amigo extranjero.

—Dejadme ver qué sucede— musitó el rubio en voz bajita.

El más alto de los tres, aun si no quería, cedió a la petición del otro chico, y lo soltó.

Fernando entonces retomó la marcha, llevándose a Antonio consigo y dejando a un molesto y confundido Luis atrás.

Tomaron un taxi en total silencio que los llevó al edificio apartamental donde vivía el moreno. Entraron sin saludar al portero, se montaron en el ascensor que comenzó a subir luego de que las puertas metálicas se cerraran y el botón del piso deseado fue oprimido. Se mantuvieron en silencio en todo momento. Llegaron a la puerta del departamento y Fernando sacó sus llaves del interior de sus bolsillos para abrirla.

Antonio ingresó primero al recinto, seguido de Fernando, quién cerró la puerta a sus espaldas. Se giró a mirar al moreno y, sin previo aviso, éste estampó sus labios con los propios.

El rubio no cabía en su cuerpo del asombro por tan repentino acto, y lo único que atinó a hacer fue a abrir desmesuradamente los ojos.

Cuando el mexicano se alejó de él y le miró a los ojos, el español comenzó a boquear sin remedio, buscando las palabras que quería decir, pero que se atoraban en su mente, sin coherencia.

Estaba harto de esconder lo que sentía. Estaba cansado fingir ser solo amigos. Estaba fastidiado de tener que amoldarse a lo que sus padres decían que era correcto.

Quería sentirse libre de querer a quien se le hinchara la gana sin el miedo de ser rechazado aunque fuese una maldita vez.

En sus ojos chocolate se podía ver la determinación y la seguridad con la que hacía las cosas, pero eso no quitaba el hecho de que Antonio se sorprendiese con sus actos.

Sin pensarlo mucho, volvió a besar los suaves labios del más alto, una y otra vez.

—Fer...— interrumpió el español, separando forzosamente al más bajo de él—. Por mucho que esto me guste, quiero saber qué sucede. ¿Qué te pasa?

—Yo... —hizo una pausa. Tenía tantas cosas que decir que no sabía por donde empezar—. Me gustas. Mucho. Y estoy cansado de no poder actuar como si fuese así. Quiero sentirte mío aunque sea un día. Si es que estás de acuerdo. Después de todo, no puedo obligarte.

Antonio sonrió de lado, mirando fijamente los ojos de su acompañante.

—¿Y tus padres?

—No se enterarán. Solo hablo de un día.

—¿Aun te atemoriza lo que digan?

Fernando asintió sin dudar, pensando que quizás era muy egoísta de su parte. Tal vez debía dejar ir al rubio y olvidar esa locura, pero descartó la idea en cuanto sintió los labios de éste sobre los suyos.

—¿Qué hay de tu cuerpo? — preguntó el más alto cuando se separó un centímetro del contrario.

—Ya estoy bien. Solo me duele un poco el hombro. No te preocupes por eso— aseguró, tratando de calmar las inseguridades del español.

—Confiaré en tu palabra.

—Bien— dijo, sintiendo como el adverso se iba acercando nuevamente—. Yo no pienso ser el de abajo.

Antonio soltó una ligera risita antes de besarle y Fernando se preguntó qué era tan divertido.

Amor hispanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora