Extra

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Ah, Italia. El lugar donde las pizzas con bordes perfectos, la pasta, y los deliciosos tiramisu, son la tradición del día a día. En las calles de Florencia, se pueden escuchar cantantes entonando románticas canciones, para los turistas que disfrutan pensar de la trágica historia de Romeo y Julieta. Porque William Shakespeare no podía haber elegido un lugar más lindo que ese, más cálido que la hermosa ciudad italiana.

—Abuela, ¿hace cuánto que estás intentando hacerte eso? Llevas toda la mañana quejándote de ese pegamento.

La abuela Antonia, estaba pegada al espejo de su habitación, intentando ponerse unas pestañas postizas, al igual que su maquillista una vez. El problema estaba en que su visión era más que mala, y se estaba pegando todos los dedos. Juliette la miraba con diversión, mientras la anciana refunfuñaba.

—¡Mamma mía! Estas cosas me están dejando más vieja.

—A ver, déjame intentar.

Puso la primer tira de pestañas en la pinza para depilar y puso un poco de pegamento sobre ellas. Dejó secar unos treinta segundos y procedió a colocarlas sobre el parpado de Antonia, bien pegada a sus pestañas naturales.

—No te muevas por un segundo, hasta que el pegamento seque.

Mientras esperaba por ese ojo, repitió el procedimiento. Cuando volteó a ver la hora, ya estaba casi justa de tiempo. Debía llegar al trabajo en diez minutos. Por suerte estaba lista.

—A ver, abre los ojos.

Su abuela parecía salida de una película antigua. Solo le faltaba tener un abrigo de piel alrededor de su cuello. Sonrió hacia la mujer, que se encontraba maravillada con los resultados.

 —¡Te ves magnifica! Tus ojos son gigantes ahora... —dijo, mientras comenzaba a irse hasta la puerta de la habitación—. Debo irme, entro en diez minutos.

—¡Ah, esas son tonterías! Si no tomaras ese trabajo podríamos maquillarnos las dos juntas —habló la mujer quejándose, como cada día que Jul se iba a trabajar.

—Recuerda que me hace bien mantenerme ocupada, abuela. No puedo estar aquí encerrada siempre... —comenzó a decir, para ver a la anciana asentir, comprendiendo.

—Tienes razón, mi hermosa fiore. Vuelve temprano que saldremos a comer esta noche. Debemos festejar tus veintitrés años.

Veintitrés años. Tres años desde lo ocurrido. Tres años sin verlos. Tres años sin saber de él.

—Claro, te veo luego.

Juliette se había conseguido una bicicleta color turquesa en una venta de artículos usados. No se encontraba en tan buen estado como su anterior vehículo, pero era la que podía pagar. Su abuela le había insistido en comprar una, pero ella no se sentía cómoda con la idea de que Antonia pagara gran parte de lo que era su vida, aunque le sobrara dinero. De alguna manera, extrañaba ser más independiente, como era antes. Antes, esa palabra le seguía provocando dolor en el pecho, de solo recordar.

La ciudad de Florencia era una delicia. Juliette amaba su arte renacentista, así como la rica comida que se consumía allí. Justo se encontraba cerca del centro, y como cada día, debía atravesar el mercado central, o mejor dicho, Piazza del Mercato Centrale. Estaba atestado de gente, y a su nariz podía llegar el aroma de las hierbas silvestres que abundaban en ciertos puestos, sin contar el queso parmesano.

Había demasiados lugares favoritos para ella en ese lugar. Todavía recuerda la primera vez que visitó la vieja cárcel de ladrillos rojos con su abuela. Al atravesar las puertas macizas, pudo ver que muchas de las celdas se habían convertido en galerías, vinaterías o librerías, en donde el arte y la cultura parecía florecer por todas partes. Aquella noche, comieron el plato más caro de todos, en Le Murate Caffè Letterario, y ella creía que nada podía ser más agradable en ese momento. Si podía, pero no quería pensarlo.

Mi querido Mark ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora