Capítulo III. Figuras en los cristales.
1898
Muchas veces la gente cuenta que en las casas que han pertenecido por años a familias y sus generaciones, son lugares malditos. De esos que ningún ser humano debería ser capaz de habitar, dicen que su antigüedad los ancla a los muros y paredes de aquellos lugares que amaron con vida.
La gente del pueblo siempre decía que ningún lugar que haya sido escenario de un asesinato o de alguna muerte trágica puede descansar en paz. Pero en aquel entonces, Gabriel no lo sabía.
A veces cuando la luz del día bajaba al suelo y las penumbras se alzaban en su lugar, sentía que las paredes de ese gigantesco lugar lo observaban. Gabriel odiaba merodear los pasillos largos y vacíos de ese sitio, odiaba que su padre tuviera que obligarlo a pasar por ahí, en medio de los rostros en oleo que parecían vigilar sus pasos, cómo odiaba que ese hogar iluminado por las lámparas de gas a penas y lo dejaran observar los pasillos al espacio de los lacayos.
A veces, tenía la impresión que alguien lo seguía de cerca, cuando a travesaba los jardines y tenía que pasar sobre el enrejado negro que estaba sellado sobre la pared de la masión. Su padre le contado alguna vez que ahí era el lugar en el que los Moulian guardaban las cosechas, pero Gabriel sabía que eso no era cierto porque día o noche esa puerta cubierta de ramas, permanecía cerrada.
Horribles cosas se decían sobre la familia Moulian, muchas de ellas eran leyendas. En el pueblo decían que tenían una maldición y que esta le arrebata la vida a los hombres herederos a muy pronta edad, por lo que alguna vez había escuchado esa maldición se la había ganado después de matar a todo el pueblo indígena que habitaba esa zona mucho antes de que ellos llegarán y que, los antiguos dioses, los habían castigado por ello.
Para alguien con Gabriel y su familia las leyendas eran algo que se tomaban muy enserio, pero también había ocasiones en las que debían dejarlas a un lado y seguir trabajando pues nada en aquel entonces sobrara y todo casi faltaba en la mesa de los Alfaro.
Aquella ocasión Gabo y su padre había bajado a la cocina de la mansión para almorzar, Doña Lupita, la cocinera recibía las cuotas de los peones en la tienda de raya, que era dónde los trabajadores de aquella época podían conseguir sus suministros, no había de dónde escoger: si trabajabas a sueldo de los Moulian tenías si o si que comprar en su tienda. Doña Lupita era tu única opción si querías que tu comida fuera buena, por lo que la mayoría de la gente acudía a la hora de su comida con ella. Y ahí estaban ahora, sentados en una esquina de la mesa larga de madera, codo contra codo en dónde debían caber al menos unas treinta personas.
Un hombre que Gabriel lo conocía como "El animal" se sentó frente a ellos. Aquel era un hombre alto y de hombros anchos que no solía a rasurarse muy seguido y por ello lucía altivo un bigote canoso junto a su barba de tres días, tenía la piel más morena de todos ellos y por lo que sabía Gabo era el Capataz de los sembradores de trigo. El animal saludó con tono tosco a su padre y a él ni lo miró, no es cómo si Gabriel quisiera que lo saludará de hecho, él odiaba comer a su lado pues la mayoría de su comida se escurría sobre su barba y ahí se quedaba horas después de varias horas del almuerzo, pero aquella ocasión una marca en su brazo izquierdo al rojo al vivo le llamó la atención.
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Las Horas en el Jardín
ParanormalHabía una vez, un bosque. Dentro había un laberinto, Y en él un sólo camino, Que la llevaba siempre a él. Trilogía de flores Marchitas , libro III