Capítulo VI. Los encuentros de los cristales rotos
Diciembre 1898
Dice un dicho que en un pueblo pequeño, el infierno es grande.
Gabriel había nacido en la ciudad y por lo tanto no había comprendido realmente el significado de esas palabras, en la ciudad de los ángeles había laberintos hechos por el mismo diablo.
La ciudad en la que él había nacido, no era un lugar para la personas como Gabriel y su familia que provenían del mestizaje, por lo que él sabía, su bisabuelo había sido un español que en quiebra había decidido casarse con una joven mestiza entre uno de sus compañeros y una nativa de la parte sur del estado.
La piel de Gabriel hablaba por si sola, de un color canela y el cabello negro, Gabo no tenía los ojos azules o verdes cómo la mayoría de sus amos, los de él eran de un color marrón, a penas si se tornaban claros cuando el sol le pegaba al rostro. No, Gabriel no tenía la finta de una urbe dónde se habían instalado más extranjeros que locales. Por ello la ciudad de Puebla, que se decía haberse construido por los mismos ángeles, era más bien un constante recuerdo de que a casi cien años de la independencia los pobres seguían siendo pobres y los ricos sólo tenían que chasquear los dedos y decir que, el sudor de peones, que el esfuerzo del pueblo, era una leyenda.
La ciudad forjada de los ángeles siempre te miraba con altivez, cómo si en esa ciudad bañada de oro tu fueras la mierda de los zapatos, por eso cuando Gabriel llegó a ese pueblo y vio que la mayoría de la gente tenía su color y era de su clase se sintió cómo el cielo pero la verdad era, que acaba de descender al mismo tártaro de Homero.
Pueblo chico, infierno grande.
Palabras que entendería aquella mañana fría, en el que el sol aún no salía por completo y en la que la mansión Moulian comenzaba su jornada.
-Señor Alfaro- llamó Madame Larita que era la ama de llaves. Él y su padre habían comenzado la jornada exactamente cuatro treinta mientras desenterraban y plantaban el rosal pendiente que había viajado de tan lejos para el jardín de los Moulian.
-Madame- dijo su padre con una breve inclinación. Larita que era ya una mujer de entrada edad sonrió con la boca cerrada a dirección de ellos.
- Necesito que alguien vaya al pueblo a traer los jarrones donde se colocarán las flores para el cumpleaños del señor Stephané.- Su padre se mordió el labio. Gabriel entendió su reacción, estaba preocupado aún les quedaba mucho trabajo, bajar al pueblo y perder horas de jornada podrían atrasarlos.- Tiene que llevarlo Aurelio ¿Saben quién es?- su padre asintió, conocía al señor Benítez, era el mandadero con la carreta- Puede pedirle el caballo o puede darle el viaje...
-Claro- respondió con dificultad, Gabriel apretó los puños cuando ella se marchó y miró a su padre.
-Puedo ir yo- le dijo. Su padre negó rápido con la cabeza.
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Las Horas en el Jardín
ParanormalHabía una vez, un bosque. Dentro había un laberinto, Y en él un sólo camino, Que la llevaba siempre a él. Trilogía de flores Marchitas , libro III