Capítulo XXX. Antuan
Ahí estaba de nuevo, el dolor terrible en el pecho. Una punzada voraz que lo dejaba sin aliento, una cuerda tensa que lo jalonea sin compasión. Antuan Moulian se lleva una mano al pecho mientras con la otra maniobra con dificultad el volante de su camioneta roja. El automóvil serpenteó a la orilla de la carretera dejando las marcas de los neumáticos sobre el asfalto.
Ahogado por el dolor bajó de la camioneta dando un portazo y colocando sus manos sobre sus rodillas inhaló tres veces profundamente. El dolor disminuyó paulatinamente, a medida en el que él volvía a meter aire. Un poco más calmado destensó las manos que se le habían agarrotado de apretarlas tan fuerte y levantó el rostro, el aire frió le acarició las mejillas, aquella sensación lo volvió a la vida.
Miro entonces a su alrededor y se dio cuenta del panorama que lo rodeaba, los campos de milpas secos por la llegada del otoño y los árboles interminables entre montañas cubiertas de niebla, le daban la bienvenida al pueblo que lo había visto nacer.
Antuan Moulian llevaba puesta una chamarra roja de pana y una bufanda azul marino enredada en su cuello, más sin embargo toda esa ropa de invierno no le ayudo en absoluto para el frió que había. Volver al pueblo del eterno otoño siempre lo dejaba fatigado mentalmente, ahí el tiempo parecía jamás avanzar... Todo seguía igual que como lo había dejado hace dieciocho meses, las calles empedradas, las casas viejas de madera, el eterno bosque que los rodea.
La gente siempre especulando su llegada, pudo verlo entonces cuando su camioneta caminaba sobre las calles, la gente que paseaba en la calle se hacía a un lado y lo miraba con cierto morbo: siempre sería el muchacho que sobrevivió al bosque, siempre sería el muchacho que debió morir.
Los ignoró tratando de que todo eso no le afectará, condujo entonces hasta la casa de la persona que lo había obligado a volver.
La casa de Pablo Alcántara estaba situada en un fraccionamiento cerca de la interestatal. Un conjunto de casas blancas, unas idénticas de otras, donde solo los foráneos- casi inexistentes- se iban a habitar.
El número de Pablo era la trece, Antuan reconoció de inmediato su camioneta negra con el logo de los forestales. Aparcó frente a la puerta, a un lado de su propio auto. El joven bajó del vehículo mirando con cierto hastió todo el lugar, ya se lo había dicho antes a Pablo: este lugar apartado del mundo te enfermaba de sobremanera. Se acercó entonces a su puerta y tocó el timbre dos veces mientras metía las manos a los bolsillos de su chaqueta.
Dos minutos enteros y el silencio era la única respuesta. El cielo anochecía pintando todo de colores naranjas. Antuan volvió a tocar el timbre, una ansiedad le apremió, no le gustaba para nada que lo hicieran esperar tanto así sin esperar un minuto más trato de forzar la puerta pero esta, se abrió.
Detrás de ella una mujer de cuarenta años lo miró con cierta altanería.— Eh... disculpe, creo que me equivoqué– dijo mirando a su alrededor, al fondo se escuchó una voz que Antuan reconoció de inmediato.
—¿Antuan?– preguntó Pablo desde su sala, el chico le sonrió a medias aun sin entender quién era la mujer que estaba frente a él. El oficial caminó con presura hasta llegar a lado de la mujer– Pasa....pasa– le dijo mientras apuraba Antuan a entrar a su casa. El chico de ojos verdes lo miró extrañado, realmente había algo mal en la apariencia de su amigo. Pablo lucia terriblemente pálido, con dos bolsas de ojeras debajo de sus ojos hundidos. Antuan se detuvo en su sala y obervó como Pablo cerraba la puerta, no sin antes mirar a ambos lados del camino, como si vigilara que nadie lo hubiese seguido.
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Las Horas en el Jardín
ParanormalHabía una vez, un bosque. Dentro había un laberinto, Y en él un sólo camino, Que la llevaba siempre a él. Trilogía de flores Marchitas , libro III