XX. Cuando la Muerte camina entre los vivos...

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Noviembre, 1908

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Noviembre, 1908

Rosas y pétalos de ellas, esparcidos en la lápida fría que le dicen, amó alguna vez.

Estaba en aquel entonces lloviendo delicadamente. Una llovizna que a penas si la sientes al caer, Donnie Moulian parpadea dejando caer las gotas que se han atrapado sobre sus pestañas, adornan sus mejillas como si un collar de perlas se tratará ...

–No estés triste– le susurra un fantasma. Donnie siente su presencia como un témpano de hielo pero los ojos tristes de un muchacho le dicen que no hay nada que temer. — Ella está bien.

– Mi madre– le responde ella –¿Ella ya no quiere hablar conmigo?

El Chico la mira con pena, la niña rubia se mira como si una flecha le atravesara el corazón. Le parece que no tiene remedio, se ha mezclado con el suave halo oscuro del cementerio, quizá es por que las almas desesperadas como la de ella son de lo que están hecho los sueños rotos.

– Deberías regresar a casa, querida Donnie– le dice el chico fantasma. – Es Día de muertos, si ella logrará venir a la tierra de los vivos, seguro que te esperaría en tu hogar.

–¿Tú no vas a ir casa?

Aquel hombre baja sus ojos oscuros, frunce el ceño como si no logrará recordar algo.

– No creo que pueda ir.

Es algo curioso, le parece, como ese espectro luce siempre abatido, como si en lugar de corazón tuviera cristales rotos que lo hicieran sangrar por dentro.

Un eco interminable que grita auxilio.

–¿Por qué estás aquí Stephané?

Stephané Moulian detiene su mirada en las orillas de ese sacrosanto lugar... más allá de las sepulturas y las rosas marchitas que ha traído Donnie, mucho más allá de la mansión.

En el bosque, que todo lo oculta y todo lo esconde.

–No lo sé– su voz apenas un susurro repleto de dolor– no lo recuerdo.








Para los creyentes, el dos de noviembre se dicen la vida abre sus puertas a la muerte.

La familia Moulian no estaba acostumbrada a las festividades de los locales pero con el paso del tiempo se hizo costumbre festejar una misa a los difuntos de la familia. Se hacía pues una pequeña ofrenda en la sala principal, dónde se colocaban cirios y velas alrededor de los retratos de la familia que habían partido lejos.

Donnie estaba delante de ese lúgubre espacio, sus ojos viajaron del rostro pintado delicadamente de su madre a los de un joven que hasta poco tiempo había hablado con él en el cementerio.

Las Horas en el JardínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora