XIV. Las horas en el jardín

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Agosto de 1908

Aquella era una época dorada, para aquellos que habían nacido bajo las circunstancias apropiadas. Había sido entonces, una época de derroche y barbarie normalizada en la que todo aquel tuviera un apellido europeo era bien el dueño de las vidas de cientos de las personas que tenían la desdicha de compartir el aire.

Aquella era una  época de tragedia, para aquellos que vivían en las circunstancias erróneas. Era un época oscura donde la ignorancia era la peor de las debilidades, era un época que a ciegas deambulaban todas las almas que padecieron bajo el yugo de un capataz y un hombre que con apellido elegante volteará el rostro contra la injusticia.

Aquella era una época de luces y sombras, de riqueza y derroche.

Aquella era una época en la que la miseria era el pan de cada día, donde el hartazgo era una chispa dispuesta a incendiar toda una revolución...

Y era la época de la esperanza, de hombres que creían y que soñaban, de mujeres que el miedo era su mejor arma para seguir adelante y la casa Moulian... no era la excepción de la regla.

Era entonces el principio del siglo XX, en la Ciudad de México la acrópolis reinaba con una elegancia robada de Paris, donde caballeros y damas se pavoneaban con hermosas vestiduras por aquellos monumentales edificios copiados de Francia. En sus calles la modernidad para aquellos afortunados que podían pagar la entrada del teatro o de bibliotecas, gigantescos bailes de salón que llenaban de augurios una población que se preguntaba bien si el presidente de aquella época, Don Porfirio Díaz, debía ser reelecto por tercera vez al poder después de las fuertes declaraciones a los americanos y su "Dejaré qué Mexico tenga nuevo presidente hasta que esté listo para una democracia". Al otro extremo de la bulliciosa ciudad, donde las periferias eran olvidadas, la ciudad de Puebla era un centro comercial en auge, céntrica para el ferrocarril que movía al mundo en aquel entonces y repleto de intrigas de algo que se planeaba apenas con tintes en la casa de los Serdán, algo que muchos llamaban a susurros: Revolución.

Pero mucho, mucho más allá de la ciudad que se dice, fue formada por ángeles estaba la cruda verdad. La verdadera razón por la que la gente estaba harta de todos ellos que gozaban de un buen apellido y... el pueblo del eterno otoño era uno de esos sitios, en los que la palabra justicia, quedaba muy corta.

Gabriel Alfaro lo sabía bien, no era bendecido en nada y juraba, casi siempre bajo la cruz de la capilla de los Moulian que ese Dios clavado a la cruz se había olvidado de su pueblo pues sólo bastaba en echar un vistazo afuera y saber que toda esa fachada de elegancia olía a mierda bajo los pies de aquella gente que trabaja sin descanso en las paredes de aquella mansión.

— ¡Gabriel!, ¿Vas o no a ir a la Raya*?– Escuchó a Felipe Torres, peón del ganado desde la otra punta del establo. Gabriel de entonces veinte años recogió con ambos brazos el saco de fertilizante que llevaría sobre la espalda hasta el jardín de la ala oeste.

– Tengo que terminar de repastizar– Dijo haciendo esfuerzo por el peso incalculable que le robó el aliento.– Mi padre dijo que iría por nosotros.

– Tss– chasqueó la lengua su amigo– ¿Crees que Don Pascual le va a dar algo a tu padre? ¡Ambos se re odian!

– Ruego a Dios que si...

– Mejor rézale a todos los santos de la capilla– le sugirió su amigo atándose el pañuelo sobre su cuello. Era medio día y aquello significaba que trabajar largamente bajo el sol quemaba la piel como nada en este mundo–, no querrás pasar hambre otra vez ¿ O si mano?

No. Quería decirle pero en ese momento, el capataz de la zona (mejor conocido como "El animal") se apreció entre los peones.

– ¡A trabajar holgazanes!– Y tirando de su fusta de piel negra el latigazo resonó sobre sus espaldas. Gabriel bajo la vista y esperando no ser reconocido comenzó a caminar deprisa a su lugar de trabajo.

Las Horas en el JardínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora