La madera crujía al alimentar el fuego de la chimenea. Mientras las llamas luchaban con su baile contra las sombras perdiendo y ganando terreno continuamente, el repiqueteo metálico, producido por un deteriorado reloj de pie con las agujas oxidadas, anunciaba la media noche.
Por encima de la chimenea había una Ouija enmarcada en la pared. Sobre el tablero una moneda rayada se movía y creaba una y otra vez la palabra "Dhagmarkal". Al lado, en un cuadro, el retrato de un aristócrata victoriano sonreía de forma lasciva.
Woklan, tumbado en el sofá, abrió los ojos y recorrió el lugar con la mirada.
«¿Dónde?» preguntó desorientado.
Burbujas compuestas por un líquido espeso rebotaban en el techo, descendían un metro y volvían a chocar. Eran de color marrón oscuro y se aplastaban contra la madera podrida y húmeda. Algunas casi parecían estar a punto de estallar, pero después del impacto recuperaban la forma esférica y caían de nuevo.
En una esquina de la habitación había un hombre sentado en una silla recubierta de espinas de metal. Apenas tenía carne, era pellejo y hueso. Se tapaba la cara con las manos y mecía el tronco. De los labios le surgían palabras que se repetían en una secuencia sin fin:
—Mamá, ayúdame. No quiero hacerlo.
Woklan apretó los párpados y tensó la mandíbula. Aunque tendría que haber sido presa del pánico se encontraba muy tranquilo. En cierto modo, el entorno que lo rodeaba lo sentía distante, alejado de él y casi irreal.
Elevó las manos y las miró. Las rayas que cruzaban la piel cambiaron su posición y crearon letras.
—D... h... a... g... m... a... r... k... a... l... —deletreó lo que vio en las palmas—. ¿Dhagmarkal? —preguntó, bajando los brazos.
Escuchó el llanto de un bebé, se giró y lo vio gateando por la pared. El cráneo del recién nacido estaba cubierto por piel arrugada; no tenía pelo ni nariz ni oídos ni boca ni ojos. Mientras lo contemplaba, la cabeza del bebé rotó hacia la nuca, dio una vuelta y volvió a la posición normal.
—¿Qué demonios?
—Cariño, a comer —la voz provenía de la cocina.
—¿Qué? —susurró.
Escuchó ladrar a un perro, se sentó en el sofá y vio cómo un joven pastor alemán entraba en la habitación. El animal ladeó la cabeza y dejó que la lengua le cayera de la boca.
—¿Qué es este sitio? —preguntó, recorriendo la habitación con la mirada.
—Cariño, vamos, ven —volvió a escuchar cómo lo llamaban.
Se levantó, dio dos pasos, se sintió mareado y tuvo que apoyarse en una mesa.
—Cariño... —El tono cambió y adquirió un efecto espectral—. Cariño, es la hora de comer. —Oyó el eco de una macabra risa—. Es la hora de comer tu alma.
Una corriente de aire frío lo golpeó e hizo que se le erizara el vello. Escuchó el ruido que producía un cuchillo al arañar el cristal. Se giró y centró la visión en la ventana. Por la parte de fuera, había una mujer de dedos huesudos con un camisón blanco haciendo marcas en el vidrio. Mantenía la cabeza agachada y la larga melena morena le cubría la cara.
—¿Quién eres? —Caminó hacia ella, pero el pastor alemán, con los ojos brillando con un rojo vivo, se puso delante y empezó a ladrar.
A su espalda oyó risas de niños. Se volteó, aunque no vio a ninguno.
«No entiendo».
Una niebla oscura se desplazó con rapidez por el suelo y dio forma a un hombre con un traje a medida y una máscara negra.
ESTÁS LEYENDO
Entropía: El Reino de Dhagmarkal
Science FictionWoklan despierta sobre un charco de sangre dentro de una nave de La Corporación: la entidad encargada de explorar las líneas temporales. No recuerda nada, no sabe cuál ha sido el destino de sus compañeros y tampoco es consciente de que ha caído en l...