Capítulo 32

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No mucho tiempo después de la creación de la realidad.

Todavía se escuchaba el eco del grito desgarrador que había marcado el nacimiento de la existencia; el alarido que se abrió paso desde la nada; el sonido agónico que señaló el comienzo de la Entropía.

Aunque algo tuvo que nacer y morir para que la realidad pudiera tomar forma, los primeros en ser consciente de su existencia tan solo guardaban desprecio por aquello de lo que emergió el espacio y el tiempo.

En cierto modo, se consideraban hijos e hijas de la consciencia que había surgido de la no-existencia para fallecer inmersa en una intensa agonía. Sin embargo, el que llegaran a considerarse sus descendientes no era suficiente para acabar con el rencor que sentían. Todos pensaban que no habrían tenido la oportunidad de existir si la mente primigenia hubiese sobrevivido.

Aquellos seres, que pronto se denominarían a sí mismo Los Antiguos, deseaban mantener a la primera consciencia en un letargo eterno. Creían que era la única forma de asegurarse que lo que creó el espacio y el tiempo no renacería para engullirlos.

Eran conocedores de que la creación se sustentaba en la mente primigenia, que lo que existía podía mantener su forma porque la primera consciencia no había perecido del todo. Sabían que tanto ellos como los universos que estaban naciendo crecían entre los sueños y las pesadillas de aquello que había surgido de la nada. Por eso, por conocer que su vida dependía de que no renaciera la mente ancestral, empezaron a idear un plan con la intención de evitar que volviera a vivir.

En medio de los primeros momentos del multiverso, en los que las formas eran difusas, en los que multitud de dimensiones se superponían, a Los Antiguos les costaba mantenerse en un lugar sin ser expandidos por el espacio que se extendía a gran velocidad.

Tras un tiempo que les pareció eterno, lograron utilizar sus capacidades que crecían a medida que la realidad se iba haciendo más grande, dieron forma a un inmenso planeta cúbico y construyeron en su interior un templo en el que se representaron en estatuas gigantes.

En aquel lugar que tenía un poco de la esencia de todos, los doces seres que no tardarían en conocerse como Los Antiguos aparecieron delante de sus representaciones. Lo hicieron con su verdadera forma, excepto uno que tan solo manifestó una densa niebla negra.

Durante unos instantes, algunos se miraron en silencio sin poder ocultar el odio reciproco que sentían. Sin embargo, el hecho de que se necesitasen para mantener a la mente primigenia en un profundo letargo consiguió que se desvanecieran las muecas de desprecio y que aparecieran falsas sonrisas.

—Asdherta, te ves preciosa —dijo un Antiguo de piel azul y ojos negros, que portaba una prenda ceñida de un gris oscuro y llevaba el cráneo cubierto por gruesas púas marrones.

Ante las palabras de su hermano, La Antigua, que mantenía su estilizada figura cubierta tan solo por una fina prenda blanca que le caía hasta los tobillos, movió los ojos rojos, miró con desprecio a quien había hablado y pronunció lentamente:

—En cambio, tu te ves horrible, Dthargot. —Los labios púrpuras dibujaron una sonrisa en el rostro blanquecino de rasgos casi perfectos.

Uno de ellos, el más voluminoso, con los músculos tremendamente desarrollados y una máscara plateada incrusta en la cara, rio y dijo con ironía:

—Parece que algunos te tenemos mucho aprecio, Dthargot. —Cruzó los brazos y la prenda azul oscuro que portaba se ciñó al torso—. Es curioso lo rápido que crece el odio una vez eres libre y puedes empezar a tener sentimientos y pensamientos propios.

—Oh, vamos, Orgatkan —dijo otro de ellos, muy escuálido y de aspecto enfermizo, dirigiéndose al gigante—. Para todos es nuevo experimentar la libertad y no ser prisioneros dentro de la mente infinita, pero si no dejamos atrás nuestros sentimientos, si seguimos guiándonos por lo que hemos empezado a sentir y nos abalanzamos los unos contra los otros, no podremos evitar que despierte la consciencia primigenia y no engulla. —Aferrado a un báculo color ceniza, El Antiguo caminó unos pasos y la tela de la túnica sucia y desgarrada que portaba pareció a punto de resquebrajarse—. Debemos colaborar —concluyó, mirando la niebla oscura que se hallaba en frente de una de las estatuas.

Entropía: El Reino de DhagmarkalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora