Capítulo 5: Benditos taxistas mexicanos.

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Parece que en mi casa hay un tornado, moviéndose de un lado a otro, tomando cosas, arreglando papeles y revisando la hora. Ese tornado soy yo.

En cuanto me levanté, fui directamente a bañarme. Después, empecé a guardar las pocas cosas que aún estaban afuera de la maleta, revisé mis papeles y me preparé para irme. Llamé al portero del edificio, Loki, que me ayudó mucho pidiendo un taxi en lo que terminaba de arreglarme y también subió para bajar mi maleta.

Una vez abajo, dentro del taxi, miro la hora: 9:02 hrs.

Le digo al taxista que me lleve lo más rápido que pueda al aeropuerto, ya que mi vuelo sale en media hora. Y eso hace.

Literalmente, veo colores revueltos a través de la ventana, ya que la velocidad a la que vamos es extremadamente rápida. No dejo de ver la hora en mi celular cada cinco segundos, ya que mi desesperación aumenta cada vez más. Ahora son las 9:25 y aún estamos a 20 minutos de camino. Definitivamente, no lo voy a lograr.

-Es inútil –digo, dándome por vencido-. Ya es muy tarde.

-Oh, no, señor Sternin. Nunca hay que rendirse –responde el taxista.

-¿Ya vio el tráfico? Es imposible que llegue a tiempo, aun cuando el vuelo se retrase.

-Oh, usted no conoce a los taxistas y menos a los mexicanos.

Abro los ojos sorprendido y miro con incredulidad al hombre.

-¿En verdad, usted es mexicano?

-Y también taxista, lo cual es una excelente combinación cuando se trata de llegar rápido a un lugar.

-Pues su acento es muy bueno, señor –digo con sinceridad y, para agregar un poco de emoción al asunto, agrego-. Está bien, demuéstreme de lo que son capaces los taxistas mexicanos.

El hombre sonríe y, como si algún tipo de motor extra se hubiera encendido en el auto, empezamos a avanzar entre calles llenas de carros y callejones angostos, a una velocidad tan impresionante que me mareo al mirar por la ventana.

En una vuelta rápida, un auto no nos ve y cierro los ojos, pensando que se estampara contra nosotros, pero el taxista logra esquivarlo y en cuanto lo hace, se asoma por la ventana y le grita algunas palabras extrañas en español. Por su exaltación, supongo que son insultos.

Seguimos el camino y, mientras más tiempo pasa, más empiezo a creer que el auto saldrá volando por semejantes movimientos bruscos.

-¡CUIDADO! –grito, cuando veo que el taxista pretende pasar por un hueco que hay entre dos carros. El hombre no hace caso a mi advertencia y acelera aún más, pasando impecablemente por el hueco, sin rozar en absoluto el extremo de alguno de los autos.

-No se preocupe, señor Sternin. Estamos a un minuto de llegar.

No lo creo hasta que lo veo: Estamos a sólo un semáforo de llegar al aeropuerto.

Saco mi cartera y veo cuánto le debo al señor, pero decido olvidarme de eso y darle el billete más grande que encuentre. Este hombre se lo merece. Es un maestro al volante.

Llegamos a la entrada del aeropuerto y el hombre se baja, abre la cajuela y toma mi maleta. Yo también me bajo, con mi mochila al hombro y enseguida, el buen hombre me da la maleta. 

Sin dudarlo ni un segundo, le doy el billete que tomé de mi cartera y el hombre abre los ojos como platos, observándolo. Le doy las gracias por haberme llevado tan rápido y le pido que acepte el dinero, sin darme cambio ni cuestionar. Tomo mis cosas y corro hacia la puerta de cristal por donde se accede al aeropuerto, mientras veo la hora en mi celular: 9:35 hrs. No puedo creerlo… sólo hicimos diez minutos.

Thom & Harriet || (En edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora