Capítulo 09

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Capítulo 09:

El casi ahogado sonido de unos cuantos libros y cuadernos, acompañados por lápices y gomas de borrar, llegó hasta los oídos de un Simón cuyos ojos estaban a punto de llorar. Los dientes le rechinaban y estaba seguro de que, si seguía apretando la mandíbula con la fuerza con la que ahora lo hacía, muy posiblemente se quedaría con el rostro desfigurado cuando esta estuviera hasta la altura de su ombligo.

Corrió como un depredador persigue a su presa, para arremeter ahora contra la indefensa cama que, pulcramente, se hallaba presenciando la desesperación que tenía, el odio consigo mismo que, como la sangre, le recorría por venas, pero a una velocidad que hacía incrementar a cada segundo que pasaba la frustración que guardaba en su interior. Otras de las cosas que pasaron de estar en calmo orden a estar tiradas sobre el suelo fueron las pobres almohadas, las sábanas y una manta que solía usar cuando el clima por las noches estaba más frío de lo normal. Quiso, pero no pudo, debido al peso, enviar al colchón al mismo lugar, pero se olvidaba de que ese no era tan liviano como lo eran las demás cosas con las que se había metido, provocándole que, al momento de intentar levantarlo, empujándolo a la vez, se golpeara los dedos del pie derecho en una de las patas de la cama. Cosa que no sirvió de calmante para su ferviente furia, todo lo contrario, la alimentó.

—¡Mierda! —exclamó, sobándose el pie con las dos manos, el cual estaba cubierto solo por la no tan gruesa tela de sus calcetines.

Daba pequeños saltos sostenido únicamente con la pierna izquierda al momento en que se tragaba las maldiciones y culpas dirigidas a todo el mundo a su alrededor menos a él mismo. Se mordía los labios con fuerza para no permitir que de su linda boca siguieran saliendo cualquier tipo de ofensas. Estaba seguro de que si Kelly entraba a su habitación, la pobre se iría como perro regañado porque descargaría en ella, injustificadamente, el enojo que todavía no lograba pasársele.

Miró de entre las cosas que estaban desordenadas en el piso, la, ya familiar, carátula de colores entre azul y celeste con figuras geométricas y letras que no tenía ni una sola idea de lo que podrían significar o que si estaba en español, porque si era así, se sentía como si hablara algún idioma extranjero en comparación a todo lo que decía aquello que, más que un libro, parecía ser una biblia con la diferencia de que, en lugar de esa palabra, la mayor parte ocupada en el espacio de la portada era por unas letras blancas y mayúsculas en las que fácilmente se podía leer la palabra «Física». Le había tomado un, nada irracional, odio a aquella palabrita, con el simple hecho de leerla se le venía a la mente el recuerdo de la amplia frente del profesor que le impartía esa clase en el colegio. No era precisamente por esa parte de su cuerpo que odiaba la palabra, sino por la extraña forma que tenía aquel hombre para relacionarse con sus alumnos, con la mayoría era sumamente despectivo y, claro, en una sección siempre iban a estar los lameculos que pretendían ser amigos de aquel viejo para llevarse bien con él. Eso, sinceramente, lo miraba como el gesto de hipocresía más obvio del mundo.

Una de las cosas que amaba de Ámbar era que, a pesar de tener la reputación de niña mimada y popular, nunca le había demostrado a nadie que era hipócrita, hasta donde él sabía, no hablaba a espaldas de nadie, supuso que en eso compartían principios, porque no se debe hablar de una persona que no está presente para defenderse y, justamente eso, hacía con ella. Cuando ella estaba todos la miraban, pero nadie se atrevía a decirle nada, por supuesto, las cosas se volvían al revés cuando ella desaparecía. Imaginó que la única persona que podía mantenerle una conversación de dimes y diretes frente a frente podría ser su amiga Delfina, pues ella no tenía miedo ni mucho menos pelos en la lengua para no poder hacer un enfrentamiento a lo que ambas creían que era la verdad. Otra cosa más de las tantas que le atraían de ella eran las, a veces, poco respetuosas respuestas que le daba al profesor que era mayormente odiado por todos en los grados que impartía, ella era una de las pocas que no se doblegaba al tono y a la prepotencia del viejo aquel. No creía que lo hacía solo por ser familiar de la directora, no, Ámbar lo hacía porque, al menos en eso, estaba de acuerdo con todos y todos con ella: El profesor tenía los modos más horribles del mundo.

Querida Ámbar |SIMBAR|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora