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Durante toda mi vida traté de esconder mi dolor y fingir que estoy bien.
Pero jamás nadie me mencionó que hacerme la fuerte me destruiría el doble.

Estaba lastimada en el cuerpo y en el alma y por la primera vez me sentí dependiente de alguien.
Necesitaba de ti para que me sanaras Saúl, para que cerraras todas mis heridas y que curaras mis cicatrices.

Volví a tu casa después de varios días, pensando en que excusa iba a inventar esa vez.

"Hola, amor."-te saludé, actuando como si nada hubiese pasado.

Estabas furioso y por tu olor y tus ojeras comprendí que habías pasado la noche tomando.

Me cachaste coqueteando con unos hombres y luego me viste besar a otro, delante de una casa semejante a un palacio.
Era mi marido pero tú aún no lo sabías.

Me gritaste en la cara palabras de decepción y enojo.
Jamás te había visto así, hasta me asusté.
"Eres una..."-te detuviste.
Una cualquiera me ibas a decir, y por cierta forma, tenías razón.

Mi cachetada pronto se imprimió sobre tu mejilla.

Me diste un ultimátum, diciéndome que lo nuestro se acabaría en ese mismo istate si no te contaba la verdad.

Hubiera deseado tener la fuerza necesaria para marcharme, sin embargo otra vez me derrumbé delante de ti, dejándome caer sobre un mueble y rompiendo un inconsolable llanto.

Te sentí acogerme entre tus brazos y depositar un beso sobre mi frente.

Estabas muy preocupado.
Me suplicaste que compartiera contigo mi dolor, pero para esto era necesario armarme de un valor que yo aún no poseía.

Ese día hicimos el amor.
Me hiciste tuya por la segunda vez, de la manera más cariñosa y tierna que pueda existir y por unos momentos logré olvidarme de todo lo malo y perderme en tu embriagante olor.
Para mí, tú siempre oliste a paz, amor, felicidad.
Eras mi hogar, Saúl.
De echo, aún lo eres.

Descansé sobre tu pecho desnudo y, aunque no quería arruinar esa bonita escena, de mi garganta salieron esas palabras que tenías derecho a oír: "Estoy casada."

El camino hacia tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora