Lo agarro de los brazos y lo arrastro hasta el negocio. Cierro la puerta y resoplo con respiración agitada debido al esfuerzo que hice para levantarlo, ya que es bastante pesado. Esto parece una escena del crimen y él todavía no despierta.
Decido acercarme y le doy ligeros cachetazos para intentar reanimarlo, pero nada.
—¡Vamos! Que te pegué con la puerta nada más, no te di con un martillo —digo por la bajo.
Abro el botiquín de emergencias y saco el alcohol para que lo huela, leí que eso funciona a veces pero no lo hace. ¡Agua! Quizás el agua funcione. Bajo corriendo a la cocina, lleno un balde con agua y se lo tiro en la cabeza cuando vuelvo a su lado, pero sigue sin haber respuesta.
Dios mío, ¿si está muerto? Mis manos comienzan a temblar y comienzo a pensar en qué voy a decirle a los policías cuando me lleven presa por homicidio. Camino de un lado a otro y, antes de seguir imaginándome situaciones sin sentido, coloco dos dedos en su muñeca para sentirle el pulso y suspiro de alivio. Vivo está, ¿pero cómo lo despierto?
Y otra vez comienzo a fantasear. ¿Si se volvió un bello durmiente y tengo que despertarlo con un beso en los labios? Sí, seguramente deba hacer eso, después de lo que sucede con el duende maldito puedo creer en cualquier cosa. Me acerco lentamente a Joaquín y en ese momento abre los ojos con pesadez y pronuncia quejidos de dolor cuando quedan solo escasos centímetros para que nuestros labios se encuentren. Doy un salto hacia atrás inmediatamente y él me mira con expresión confusa.
—¿Qué me pasó? —cuestiona con voz ronca y se toca la nariz para comprobar si está sangrando y de hecho, lo está.
—Fue un accidente —lo interrumpo haciendo un gesto de culpa—. Perdón, no sabía que estabas por entrar, no te vi y te cerré la puerta en la cara y te desmayaste como por diez minutos —explico cada vez más rápido y él sonríe cuando le extiendo una servilleta de papel para que se limpie la sangre.
—No te preocupes —replica aún con una sonrisa—. ¿Entonces intentaste mojarme con agua? Porque estoy completamente mojado y la verdad es que te lo agradezco porque hace calor, pero a la vez es incómodo.
Corro al baño para buscar una toalla y se la doy para que se seque. Se saca su musculosa en un solo movimiento y trago saliva al ver su abdomen marcado. ¿Algo más tiene para que termine de ser perfecto? Siento que me sonrojo y miro hacia otro lado, haciendo de cuenta que estoy limpiando el mostrador.
—¿Por qué nuestros encuentros siempre son accidentados? —interroga con tono divertido y me encojo de hombros.
—Mala suerte —respondo—. El destino me hace quedar muy mal, porque me ves como una loca que patea bicis, que tiene caca en la cabeza y que golpea rostros con las puertas. —Estalla en carcajadas y no puedo evitar sonreír—. Entonces... ¿qué te trae por acá?
Tira el papel ensangrentado en el tacho de basura y se apoya contra una pared. Lo miro esperando su respuesta y hace una mueca con la boca que no comprendo del todo.
—La verdad es que no tengo una razón en particular —dice, pasando su mano por su cuello y mirando hacia abajo—. Sentí el impulso de venir a visitarte y lo hice, a pesar de que me golpeaste. —Esboza una sonrisa torcida y suspiro.
—Te pido mil disculpas, fue sin querer.
—Ya te dije que no te preocupes. ¿Sabés qué? Mi hermano me dijo que es tu vecino y que cantás muy fuerte por las noches. —Se ríe—. Supongo que es su maldición por quitarte a todos tus clientes. —Hace una mueca de tristeza que noto un poco falsa, pero decido creerle.
—La que está maldita soy yo. Desde ese maldito catorce de enero.... —decido quedarme callada, ya que no quiero que me siga tomando más por loca con el tema del duende. Joaquín me mira con curiosidad y se acerca a mí.
—¿Hace una semana que estás maldita? —interroga con interés y asiento con la cabeza—. ¿Porque mi hermano abrió su pastelería?
—Y por otra cosa más que la verdad no importa. —Miro mis uñas para evitar su mirada inquisidora.
Se queda en silencio por un minuto y su celular suena interrumpiendo el ambiente tan tranquilo.
—¿Hola? —atiende. Su expresión se vuelve completamente seria y corta la llamada luego de un par de afirmaciones—. Me tengo que ir —comenta. Sale corriendo por la puerta y arqueo las cejas al ver su musculosa colgada en una silla.
La agarro, salgo a la calle y corro tras él, que logra escucharme cuando grito su nombre. Viene hacia mí, me saca la prenda de la mano con un tirón y se va sin decir gracias y vistiéndose en el camino.
«Okey, eso fue raro», me digo con la mano todavía en el aire.
Exhalo cansada y vuelvo a mi local para terminar de cerrar e irme a mi casa. Al final, me tomé el día libre y no lo estoy disfrutando para nada.
Antes de que vuelva a pasar algo, agarro la bolsa gigante con los folletos que me trajo Pablo, la pongo en la canasta de mi bici, cierro el candado de la persiana y subo a mi vehículo para pedalear hasta mi casa, pero antes decido pasar por el puesto de diarios ya que hace mucho no veo a Jorge y debe estar preocupado.
—¡Hola, buen hombre! —saludo para llamar la atención, ya que el puesto está abierto pero no hay nadie atendiendo.
—Hola —dice un hombre saliendo de detrás de una cabina escondida—, ¿en qué puedo ayudarte?
Lo miro sorprendida y él arquea las cejas esperando mi respuesta.
—¿No está Jorge? —interrogo. Él niega con la cabeza y sus ojos se entristecen.
—Jorge falleció —dice. Me quedo muda y en estado de shock. No puede ser. De repente su expresión cambia por una divertida y se ríe tan fuerte que me hace doler los oídos—. ¡Mentira! Soy Fabián, el hijo de Jorge.
Lo miro mal. No está bueno hacer chistes con la muerte de un padre y la verdad es que pienso que es un estúpido. Luego me fijo en que es bastante parecido al anciano, con sus ojos negros y chinos, barba incipiente, panza de borracho y estatura mediana. Sí, son iguales.
—¿Dónde está tu papá? —interrogo con tono cortante y su sonrisa se borra.
—Perdón si te ofendí —responde rodando los ojos—. Hoy hace mucho calor, está descompuesto así que lo vine a suplantar. ¿Vos quién sos?
—Olivia —le digo volviendo a subir a la bici—. Bueno, un gusto. Nos vemos.
Con la mente completamente en blanco comienzo a dirigirme a mi casa. Ni bien llego, tiro las llaves sobre la mesa, tomo algo de agua y voy a mi habitación para cambiarme la ropa por algo más cómodo.
Todo está en silencio, me dirijo a mi armario y algo me detiene antes de abrirlo: un sonido proveniente de la casa del idiota. Un sonido que reconozco dos minutos después de intentar comprender.
Son gemidos. Gemidos y gritos de mujer que gritan el nombre de Kevin cada vez más fuerte. El asco que recorre mi cuerpo es impresionante y decido poner música fuerte para dejar de escucharlos, pero sus alaridos van en aumento, sobrepasando las canciones. ¡Maldita sea! Esto sí que es hacerme la vida imposible.
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El cupcake de Cupido
ChickLitLa vida de Olivia se pone de cabeza cuando Kevin decide abrir una pastelería a la vuelta de la esquina de la suya. No solo tendrá que lidiar con la competencia, también habrá nuevos sentimientos sobre la mesa, acompañados de la promesa de un nuevo a...
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