CAPÍTULO DIECIOCHO

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CAPÍTULO DIECIOCHO

Solo habían pasado diez minutos desde que Tobías había cruzado la puerta de la oficina de la consejera y sentado en aquel sillón de cuero frente a ella.

—Veo que estás ansioso por irte—comentó Fernanda.

Sus ojos siguiendo las agujas, su labios pronunciando por lo bajo los segundos. El chico no había despegado la vista del reloj desde que había entrado a la sala.

—No tenés idea—dijo Tobías rascándose la barbilla—¿Ya puedo agarrar mi teléfono?

—No hasta que no termine la sesión—negó ella con su cabeza y lo guardó en el cajón de su escritorio—aún faltan veinte minutos.

Tobías rodó los ojos y dio un largo suspiro. No había nada más aburrido que pasar media hora frente a esa mujer y evitar cada pregunta que ella formulaba, mentir y fingir que todo estaba bien cuando claramente no era así. Le parecía tiempo desperdiciado, tiempo que podía utilizar en pensar cómo haría para detener a las pesadillas que lo estaban agotando.

—Puedo ver que tenés marcadas ojeras, ¿no estás durmiendo bien?—Fernanda frunció el ceño.

—Como nunca antes.

Corrió nuevamente la vista al reloj y vio que aún faltaban veinte minutos. Parecían ser los mil doscientos segundos más largos de su vida.

—¿Qué me podés contar de tu familia? ¿La relación con Nico y Ana?

Tobías mordió su labio inferior y miró a Fernanda fijamente. Las ganas que tenía de contestar esa pregunta eran comparables con las de tirarse por un acantilado. Quizá el acantilado saldría ganando. La mirada de ambos ocultaba las mismas palabras: el cansancio los había consumido. Una idea ridícula cruzó rápidamente su cabeza, fue una luz fugaz que se apagó al instante pero dejó una pequeña chispa que fue suficiente para él.

—¿No me podés traer un vaso de agua?

La consejera le dirigió una mirada que le dejaba saber que estaba molesta.

—¿Sabés que si te vas de la oficina mientras yo no estoy, te van a amonestar?

Él asintió.

—Te espero acá sentadito.

Ella negó con la cabeza en desacuerdo y salió de la sala después de un largo suspiro. Tobías sin pensarlo, se puso de pie y ni bien vio que ella dobló en un pasillo, caminó en la dirección contraria y corrió al baño de hombres, donde pasaría el resto de la mañana.

Se lavó la cara repetidas veces. El agua helada comenzaba a entumecer sus manos y a palidecer su rostro. Cuando levantó la cabeza y se vio en aquel espejo sucio, sus ojos se abrieron como platos, se humedecieron. Sus manos se alejaron del grifo de agua y ésta siguió escurriéndose por la rejilla de la pileta. El estupor no fue por su apariencia que se alejaba demasiado de lo saludable. No fue por las ojeras largas y oscuras, las mejillas pálidas y los párpados caídos. En cambio, su mirada se detuvo en aquel punto detrás de él, que se asomaba por la puerta. En esa silueta raquítica, encorvada y desmejorada que parecía estar observándolo desde la puerta del baño.

Cuando una lágrima logró vencer el esfuerzo que él había hecho para que dentro de su ojo se quedara, Tobías lavó nuevamente su cara con el agua helada de la canilla. Furioso, desesperado, aterrado. Llorando, dejó que el agua recorriera su cabeza, su frente, sus ojos, su cuello, su nuca. Cerró el grifo y cayó vencido al suelo. Se sentó frente a la puerta, con su espalda reposando sobre los azulejos blancos y fríos de la pared del baño. Su cabello chorreaba agua, mojaba su pantalón y su camisa.

Sobre El Amor Y Sus Posibles DesaciertosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora