Masacre nocturna

161 8 13
                                    



Sus abuelos habían obtenido la nacionalidad estadounidense a final de los sesentas.

No solía encender el televisor, pero hoy era una pequeña excepción. Recién salía de la ducha fría, y abrió una lata de atún mientras cambiaba canales y exploraba la larga lista del servicio de cable. Su cuerpo tenía escasas cicatrices, de hecho, las pocas marcas eran dignos recuerdos.

Richard Schaefer solía mirar al espejo la herida de bala que conservaba en el abdomen, era pequeña.

Estaban pasando una película francesa, sobre Edith Piaf, y detuvo el canal justo ahí, subió el volumen y escuchó atentamente mientras devoraba la tostada con atún con una mano y con la otra hojeaba las fotografías con los pormenores del caso, que Archer les había enviado por correo y Schaefer había impreso y puesto sistemáticamente en un folder amarillo haciendo anotaciones con el bolígrafo alrededor de las fotos.

Por la mañana había charlado con su amigo, Rasche, que coincidía con él en la inocencia de la banda de Carr. El asesino era experimentado, con tácticas militares, pesado y alto, y parecía ser un criminal solitario.

Los forenses no habían encontrado fibras, huellas o rastros de fluidos que pudieran inculpar a alguien, había cabello, pero el ADN del portador no aparecía en ninguna base de datos, ni del FBI, ni la DEA.

El asesino era bueno haciendo su trabajo.

Levantó la atención a la pantalla, ignorando por completo los subtítulos.

Su francés estaba algo oxidado, el tiempo y la falta de alguien con quien mantenerse tibio en el idioma, se encontró un par de palabras que no reconocía.

Por la ventana de su pequeño departamento se veía al cálido atardecer en la ciudad, los anaranjados rayos de luz difuminándose entre los rascacielos, sobre la marea de automóviles. Su modesto apartamento era demasiado austero, conservaba en un estante todos los libros que lo habían acompañado en su infancia. Agarró el lomo de uno mientras masticaba, era uno de Agatha Christie. Sintió resequedad en la garganta y fue al refrigerador plateado, lleno de bebidas proteicas, unos Nuggets de pescado, un filete de salmón con la etiqueta de Walmart, y algo de yogurt. Había acelgas en el cajón del fondo. Sacó un Ensure sabor vainilla y se lo bebió en seis tragos.

Los noticieros no habían soltado una sola palabra sobre la muerte del hijo de Lamb, eso era buena señal. Por lo visto McComb se guiaba por la idea de que, si no era posible detener el huracán, la mejor alternativa es retrasarlo el mayor tiempo posible.

McComb, cuyos orígenes africanos eran claros y los presumía de vez en cuando por a casta guerrera a la que perteneció su tatarabuelo, había ordenando y discreto despliegue en busca de acelerar el proceso de captura de ambas bandas. Cada segundo corría más peligro de que ambos grupos tomaran las calles... y eso... eso iba a traerles todavía más trabajo.

Sorprendentemente hoy tenían poco trabajo.

Se metió bien seco en el traje de turno, doblándose las mangas y llevando el molesto saco en el hombro, listo para iniciar el turno.

No le había comentado nada más a Rasche sobre lo que había visto en el techo.

***

El edificio era viejo, de antaño, con surcos en el concreto por la edad, como rompiéndose, como desmoronándose. Hueco y vacío, una cueva de alimañas ocupada de punto de reunión para las congregaciones del bajo mundo, a veces de bodega, a veces de escondite, una que otra vez como casa de seguridad.

Hoy fungiría como el punto de encuentro entre él y sus rivales.

Lamb se sirvió otro trago de vodka, de una botella que sus socios rusos le habían regalado en un trato que le había dejado paga suficiente para lo que haría hoy, y es que a los rusos les gustaba el pago en especie, el pago con armas.

Jungla de Concreto | Predator #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora