Asesinato en el metro

88 9 7
                                    


El veinteañero Ken Koharu se lavó las manos en el fregadero con los guantes de látex puestos.


El aire climatizado de «la bodega» le encantaba, especialmente en verano, tal como ahora, cuando el calor del infernal exterior desaparecía traspasando las puertas. Frío... Frío ligero.


Frotó las manos eliminando los rastros residuales de sangre por los vasos sanguíneos rotos y caminó hasta la mesa de instrumental donde descansaba un bisturí sanguinolento. Enjuagó todo, incluso lo que no había ocupado.


Apuntó en la tablilla de papel: Presencia de Petequias = Probable muerte por estrangulamiento.


—Muy bien, señor Lee —dijo Ken—, hora de descansar.


Empujó el carrito metálico que brillaba con una bolsa negra llena de masa humana y restos, bajo las luces blancas de la sala de operaciones, cuando de pronto se le resbaló el cerebro y este se impactó contra el suelo como un helado.


Era el cerebro de anciano, y tenía un encogimiento del diez por ciento, claro signo de Alzheimer.


Maldijo y lo levantó como si nada hubiera pasado.


Afortunadamente los muertos no tenían presión arterial, por lo cual los chorros de sangre eran prácticamente inexistentes.


Se quitó los guantes, volvió a lavarse y sacó de su lonchera un jugoso emparedado de huevo y jamón.


Koharu tenía prohibido comer ambos, pero bajar de peso nunca fue su prioridad, se metió medio sándwich a la boca y arrancó la mordida con violencia; tomó algo de leche de soya y la terminó a tiempo para responder el teléfono que sonaba en su mochila.


—¡Detective Schaefer! —saludó gentilmente dejando su lunch a un lado— ¿A qué se debe su llamada? ¿Otra invitación al gimnasio?


—No, nada de eso, Ken. —respondió la voz profunda, casi poética de su detective favorito del NYPD—. En realidad necesito tu ayuda.


 No lo había visto desde el caso del Estrangulador de Brooklyn, pero tenía muy buenos recuerdos de su colaboración. De hecho, estaba en deuda con él por adjudicarle humildemente el veredicto final...


Era una historia curiosa, fue el detective quien optó por revisar las huellas de la oreja para corroborar los datos con la base del FBI y las distintas corporaciones de policía.


Las huellas de la oreja, al igual que las dactilares, son únicas en cada individuo.


Gracias a este hallazgo, el forense tenía el puesto que tenía, y cobraba el sueldo que cobraba.


—Dígame, detective.


—¿No te ha llegado un cargamento de una docena esta noche?


Koharu quedó pasmado al escuchar. Los cadáveres —le habían informado— llegarían en media hora, preparados para un análsis exhaustivo, y mañana un equipo de pasantes para apoyarlo. Pero no todo era sencillo, se trataba —en palabras de la capitana McComb— de un asunto extra-confidencial. Firmaría un contrato de confidencialidad.


Ya lo había hecho con anterioridad. Pero jamás lo había roto.
Agarró las tijeras de podar que tenía al lado, con la mano libre.


—Vamos, Ken —insistió—. Eres el mejor perito del estado, si no los tienes te los llevarán.


Apretando las tijeras, le intentó explicar la situación a Schaefer, sin embargo, al final, terminó accediendo, aun consciente de que podría costarle su puesto. Estaba en deuda con el detective y conocía su profesionalismo, se sentiría mal de no colaborar con él.

Jungla de Concreto | Predator #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora