Parte 25 Abrumadas

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El regreso desde el albergue de Neiry estaba siendo más dificultoso que nunca. Las finas gotas de lluvia, constantes durante los últimos dos días, habían logrado que el camino fuera poco más o menos que el río que avanzaba paralela a él.

El albergue estaba especialmente concurrido. Las gentes que acudían allí lo hacían más por conseguirse un lugar en el que guarecerse, que por encontrarse mal de algún u otro modo.

Cuando habían tomado la decisión de acudir allí, alertados por un Alan extremadamente preocupado por no disponer de medicinas contra las fiebres que solía azotar en tiempo del monzón, no tardaron ni media hora en partir en su ayuda.

Las chozas de los aldeanos en medio de las zonas de cultivo lucían tras la cortina de lluvia por la cual Joan miraba al exterior, como un amasijo de maderas y escombros, deforme y sin forma aparente de que un día pudieran haber sido habitables.

Wen soltó la mano derecha del volante y la extendió hasta el otro lado, esperando encontrar la de la otra mujer.

Joan, percatándose de su movimiento se la sujetó descansándola bajo la suya sobre su muslo. Acarició con su pulgar los nudillos de esta sin apartar sus ojos del paisaje.

La otra mujer alzó su mano y se la besó suavemente.

Solo entonces Joan apartó su mirada del cristal y se volvió hacia ella.

Ambas se sumergieron en un aliado y cómplice gesto de consuelo.

-¿Todo bien?

-Todo bien-respondió la mujer rubia volviendo a la acción de acariciar sus nudillos.

Wen devolvió su mirada adelante, mientras Joan observaba su mano entre la suya. Tenía un ligero corte junto a su pulgar, entre sus uñas resto de barro aún húmedo y enrojecido. Siguió su mirada por su antebrazo descubierto hasta llegar hasta el borde de su camisa arremangada a la altura de su codo, en donde pudo notar una costra de sangre seca mezclada con la mugre a la que debió de estar expuesta en el momento de hacerse la herida.

Curiosamente y, a pesar de todo el cansancio que se veía en sus rostros, ambas compartían la satisfacción de estar de regreso sin ninguna otra novedad que haber atendido las leves heridas de los campesinos.

El sol empezaba a bajarse de su punto álgido. La sobriedad de sus rayos contrastaba con el esplendor de los reflejos en la humedad de la tierra, de cada árbol, de los reflejos amarillos dorados en el torrente del río.

El silencio de los alrededores en comparación con la amplitud del paisaje que se abría ante Joan, era ensordecedor y abrumador tras haber pasado dos días en medio de la multitud de personas del albergue. Era casi un pecado que la causa de las desdichas de los campesinos adornara el paisaje con tal belleza, y sentía dentro de sí una batalla silenciosa entre ambos sentimientos.

Wen puso el pie en el pedal del freno al llegar a la última curva antes del atajo de Sambuk, aminoró la marcha antes de parar en una orilla del camino más cercano a la pendiente empinada que bajaba hasta el valle.

Joan la observó mientras se bajaba del coche y, andando ante él se aproximó a su puerta. La abrió y estiró su brazo invitándola a tomar la mano que le ofrecía.

La mujer no dudó un instante en sujetársela. La estaba invitando a salir del coche.

Sujeta a su mano se dejó guiar por ella hasta unos metros del precipicio. Sin mediar palabra alguna, sintiendo el contacto suave de su mano, miró a su rostro humedecido por las gotas de lluvia que caían, su pelo negro, húmedo y despeinado, la brisa que con mucha dificultad movía un par de mechones de su cabello y su mirada fija ante la visión del valle. Siguió con sus ojos a la mirada de la mujer a su lado, respiró hondo al tiempo que apoyaba su cabeza en su hombro y pasaron dos minutos en el sosiego de la caída del sol.

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