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Ceniza.

Los campos estaban repletos de ceniza.

Los árboles quemados estiraban sus esqueletos de carbón hacia el cielo gris.

Trescientos estaba acuclillado junto a Setecientos.

Su mejor amiga se encojía con las arcadas, expulsando sangre por su boca morada.

Trescientos lloraba como si por dentro tuviera un huracán que se desbordara por sus ojos.

No entendía de dónde había venido ese fuego.

De pronto gigantes bolas de fuego cayeron del cielo, incendiando los bosques que Trescientos y Setecientos se habían esforzado por sembrar.

Lágrimas gruesas caían por sus tostadas mejillas guindas mientras él le preguntaba qué le pasaba.

El miedo al ver la gran rama atravesando las costillas de la chica lo asfixiaba.

Setecientos lo miró a los ojos y abrió la boca para decir algo, pero sólo salió un largo hilillo de blanca sangre.

Trescientos le tomó el rostro, acariciando sus rosados cuernos.

De pronto la mirada de Setecientos se apagó.

Fue como si su mirada cálida se volviera un glaciar.

Trescientos grito, la sacudió cuando ella no respondió a sus súplicas.

Pero Setecientos había muerto y ahora él estaba completamente solo.

365Donde viven las historias. Descúbrelo ahora