El puente del Diablo.

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     Una de las primeras historias que hicimos para Voces Anónimas 3 fue “El fotógrafo morboso”. Como se recordará, el protagonista de este relato es un fotógrafo aficionado llamado Camilo que ingresó sin permiso a la morgue de un cementerio de Colombia y retrató un cadáver, sin imaginar que el espíritu de ese hombre se le presentaría. Para realizar esa historia, contactamos al conocido narrador colombiano Juan Pablo Cantor, quien era, además, el mejor amigo de Camilo. Fue él quien lo acompañó al cementerio de su ciudad, Chía, y lo esperó afuera hasta que terminó aquella sesión de fotos. Por lo tanto, su testimonio era muy importante para nosotros. Muchos de ustedes lo recordarán por el parche de cuero negro que lleva sobre su ojo derecho.
     Mientras nos preparábamos para grabar, noté que Juan Pablo tenía una cicatriz extraña en una de sus manos. Le pregunté qué le había sucedido y fue así como me enteré de una experiencia impactante que este joven vivió en Colombia algunos años atrás. Lo curioso es que la misma está relacionada con el Diablo.

                        *  *  *

     Juan Pablo Cantor pertenecía a un grupo de narradores colombianos conformado, además, por Fabio Torres, Walter Díaz (actual narrador de Voces Anónimas), Julio y Yesid. Una noche del año 2000, todos ellos se reunieron en la casa del último para realizar un taller de relatos en el que se contaban los unos a los otros diferentes historias que querían ensayar.
     El clima del encuentro los fue invitando a elegir cuentos cada vez más oscuros. Y llegó un momento en el que, para rematar aquel ambiente de sugestión que se había generado, a uno de ellos se le ocurrió comentar que, pocos días atrás, en un puente cercano se había suicidado un hombre. Enseguida pensaron en lo que parecía ser el broche ideal para su reunión: dirigirse hasta aquel viaducto, testigo del final de una vida.
     Si hay un puente en el que conviven la historia y el universo mágico, ese es el puente del Común, en ciudad de Chía, Colombia. Allí se había matado aquel hombre y hasta allí llegaron los cinco narradores luego de media hora de viaje en el auto de Julio, previa parada para comprar una botella de aguardiente. Cuando bajaron del vehículo y pisaron las piedras de la construcción, era medianoche.
     Con más de doscientos años sobre el río Bogotá, antes llamado río Funza, oscuros mitos acosan este puente desde su origen, relatos macabros que conformaban un entorno singular para lo se le ocurrió a Juan Pablo: recrear el suicidio que los había llevado hasta aquel lugar. Ellos querían revivir los últimos minutos de vida del hombre, ponerse en su lugar, caminar hasta el borde del puente e imaginar sus pensamientos, su dolor y también la frustración de saber que hasta ese punto había llegado su existencia, al menos en el mundo de los vivos. Los narradores fueron hasta el borde del puente, se pararon sobre él y miraron al vacío; aquella vista del precipicio fue la última que le suicida había tenido.
     Entonces, en medio de la reconstrucción, surgió la primera señal de que algo no estaba bien.
     -Vámonos- dijo de pronto Yesid-. ¡Vámonos! No deberíamos estar aquí.
     Juan Pablo se dio cuente de que su amigo de había puesto muy pálido y miraba a un lado y al otro como si algo oculto en la arboleda que rodeaba el puente pudiera atacarlos en cualquier momento. Lo primero que pensó fue que era víctima de la sugestión, generada por tantas historias de espantos y aparecidos contadas aquella noche y agudiza por el aguardiente que habían tomado. Entre todos intentaron tranquilizarlo, pero era imposible. Yesid estalló en un llanto desesperado, que los puso a todos nerviosos.
     -¡Vámonos ya!- gritaba una y otra vez.
     -Hagámosle caso -dijo Juan Pablo cuando sintió que el miedo que dominaba a su amigo empezaba también a apoderarse de él.
     Fueron hasta el auto y se subieron lo más rápido posible, como si de pronto todos sufrieran aquella sensación de peligro. Ya adentro del vehículo, trataron de consolar a Yesid y decidieron volver a sus casas. Así, emprendieron el camino hacia el hogar de Juan Pablo, a quien llevarían primero. Él vivía en la finca de su abuelo. Sus amigos lo dejaron en la entrada de la hacienda y siguieron.
     Juan Pablo tenía que caminar unos trescientos metros desde la entrada hasta la puerta de su hogar. Después de las historias contadas y lo vivido en el puente del Común, la caminata que le aguardaba era todo un desafío para él. Además, soplaba un viento helado que le calaba los huesos. Le llamó la atención que le alumbrado público estuviera apagado, cuando no solía ser así. En consecuencia, el camino que tenía que por delante estaba rodeado por las sombras más profundas que él recordara, pues a los costados se alzaban dos hileras de árboles que formaban una especie de túnel. Entrar allí, a esas horas de la noche y luego de aquella experiencia, era como entrar a la boca de un lobo.
     Le costó varios minutos juntar el valor necesario para comenzar a caminar el largo y oscuro trayecto. Y a medida que se adentraba en las sombras del camino, Juan Pablo sentía más y más miedo. Cada paso lo hacía sentirse más indefenso, más vulnerable e incluso el frío parecía intensificarse mientras avanzaba. Tenía ganas de correr, pero algo le decía que no debía hacerlo, que no debía poner en evidencia su terror. Trató de pensar nuevamente en la sugestión, en que esa era la única razón de todo aquello... y entonces sintió pasar algo a sus espaldas.
     Tratando de dominar el miedo, Juan Pablo solo atinó a tomar con las dos manos el Cristo de plata que llevaba en el pecho y a rezar, mientras seguía caminando. Pero un sonido lo distrajo de sus plegarias. Intentó no prestarle atención, pero no pudo hacerse el desentendido durante mucho tiempo, porque aquello que oía claramente eran pasos, pasos a destiempo, pasos de alguien o algo que lo estaba siguiendo...
     Entonces sacó el valor que algunos guardan para momentos extremos como ese y giró para mirar a su perseguidor. Lo que vio casi lo mata de un infarto: era una silueta oscura, de casi dos metros de altura, que avanzaba rápidamente hacia él. Pero lo más atemorizante eran sus ojos, inyectados de un rojo imposible, que lo miraban con furia. Definitivamente, la naturaleza de aquella criatura era siniestra.
     Juan Pablo apretó con fuerza el Cristo entre sus manos y corrió lo más rápido que pudo, como un animal a punto de ser alcanzado por su depredador. Y a medida que avanzaba, sentía una energía que lo tiraba hacia atrás, como si aquella entidad lo hubiera enlazado y no dejara escapar.
     Luchando contra eso, siguió corriendo con los ojos cerrados y el Cristo apretado durante un tiempo que le pareció una eternidad y cruzó el jardín a la mayor velocidad que le permitirán sus piernas. A pesar de esa sensación de que algo lo frenaba, golpeó desesperadamente la puerta y cuando si madre abrió, allí estaba él: pálido, llorando y con las manos apretadas, mientras un hilo de sangre se escurría entre ellas y caía en el umbral.
     Su madre lo hizo pasar a la casa y cerró la puerta. Le abrió las manos para ver por qué sangraban de esa manera y allí descubrió que el Cristo de plata, que su hijo había sostenido con tanta fuerza, terminó incrustado en una de sus palmas. Esa era la lesión que sangraba.
     Definitivamente, aquella herida le dejaría una cicatriz a Juan Pablo y no sólo en la piel de su mano, sino también en su memoria. No en vano, mientras su madre trataba de tranquilizarlo, él repetía una y otra vez:
     -¡El Diablo! ¡El Diablo! ¡El Diablo!
     Dicen que el tiempo puede curar todo, incluso esta aterradora vivencia. Quizás este narrador colombiano, luego de tomar distancia del hecho, hubiera encontrado que las mejores explicaciones para lo sucedido aquella noche eran la sugestión y el aguardiente. Tal vez sí, su memoria habría guardado aquella visión como una mala jugada de su imaginación y su cicatriz hubiera sido sólo eso, una cicatriz y nada más. Pero Juan Pablo no contaba con lo que ocurrió cuando se reencontró con sus cuatro amigos, pues Walter y Fabio le confesaron que, una vez que llegaron a sus casas aquella noche, también vivieron experiencias aterradoras.
     Walter no había podido dormir. Luego de escuchar gritos que parecían provenir desde el interior de su propio hogar, la puerta que da a la calle se abrió sola, como dejando pasar algo invisible, una presencia que, aseguraba, lo vigiló hasta el amanecer. Fabio tampoco durmió, pero a causa de unos llantos que oyó durante toda la noche, unos lamentos indescriptibles de alguien que parecía estar sufriendo horrores. Yesid no tenía nada para contar, pero no hacia falta; ya bastante había sentido en el puente. Julio -todos lo sabían- escondía algo. Su silencio fue tan atemorizante como los relatos de los demás; no dijo nada en esa velada en que se reencontraron, pero sin duda aquellos ojos asustados, con los que no dejaba de mirar el piso, habían visto algo tan siniestro que no se animaba a compartirlo.
     Por si todo esto fuera poco, por si quedara algún resquicio para la coincidencia, unos días después a Juan Pablo se le ocurrió contarle todo a su abuelo. Su familia conocía la gran sabiduría de aquel anciano y lo consideraba el consejero ideal.
     -Yo sé muy bien lo que te ha pasado- fue la respuesta de su abuelo.
     Ante la sorpresa del nieto, el anciano dijo que, de todas las oscuras leyendas que se tejían sobre el puente del Común, la que más respetaba era una que aseguraba que allá por el lejano año de 1796, un maestro de obra llamado Florentino había negociado con el gobierno para alzar un puente y como no tenía dinero para iniciar la obra, ni nadie que se lo prestara, terminó vendiéndole su alma al Diablo para que éste lo ayudara a construirlo.
     Como el pacto obligaba a Satanás a tener listo el puente esa misma noche, la leyenda dice que sacó a todos los demonios del infierno para que realizaran semejante proeza. Pero mientras esto sucedía, Florentino trajo a un sacerdote amigo, sin que el Diablo notara su presencia, y lo escondió cerca de la obra. El cura le dio la absolución a Florentino y justo en el momento en que se ponía la última piedra, bendijo el puente. Entonces todos los demonios, incluido el Diablo, cayeron al río.
     Juan Pablo escuchaba atentamente a su abuelo decir que, desde aquel día, el lugar es vigilado por la implacable mirada del Diablo, esperando que algún pecador camine sobre los cimientos construidos por sus súbditos para tomar su alma a cambio de la del audaz Florentino, que perdió inesperadamente. El anciano terminó su relato diciéndole que antes de caerse al río desde el puente bendecido, Satanás dejó la marca de sus pezuñas sobre una piedra. Le explicó incluso dónde podría encontrarla, pero el nieto nunca fue a verificar la estampa de aquella huella diabólica. Tenía la confirmación constante que le ofrecía otra marca, esa que llevaba en la palma de su mano.

     Cuentan que, hasta el día de hoy, quien vaya hasta el puente del Común podrá encontrarse cara a cara con el Diablo. Porque ahí está él, esperando la llegada de algún alma, para enviarla al infierno. Juan Pablo y sus amigos se salvaron de sus garras, pero la experiencia que vivieron aquella noche les dejó una huella que arde y seguirá ardiendo en la memoria colectiva de las voces anónimas.

Voces Anónimas "OCULTO".Donde viven las historias. Descúbrelo ahora