Descenso a las Catacumbas.

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     En la segunda temporada de Voces Anónimas emitimos una historia titulada “La ciudad de los muertos”, episodios sobre las Catacumbas de París. En marzo de 2007 viajamos a la capital francesa para grabar algunos testimonios e imágenes. Ingresar a las Catacumbas, lugar donde, según cuentan, reina la muerte, fue quizás una de las experiencias más impactantes de mi vida. Es por eso que esa anécdota no podía quedar afuera de este libro.
     Quién quiera sentir la muerte de cerca, sin lugar a dudas, debe visitar este lugar. Para entender bien qué son las Catacumbas, tenemos que remontarnos a fines del siglo XVIII, en la época en que una peste azotó la la ciudad. Esto trajo consigo una serie de consecuencias, como que el antiguo cementerio de Les Halles no tuviera lugar para enterrar a los muertos debido a las miles de personas que morían a diario. Es por esto que decidieron trasladar los restos a los subsuelos de París y enterrarlos unos veinte metros bajo tierra. La extensión total de esta gigantesca “ciudad de los muertos” es de 300 kilómetros, aunque en la actualidad solo un pequeño tramo de 720 metros está habilitado para los turistas.
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Esto se debe a que no existe un mapa preciso de este inmenso laberinto, por lo tanto, es muy fácil perderse en su interior y se conocen muchos casos de personas que bajaron y murieron ahí por no poder encontrar la salida.
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     Allí estábamos mi compañero Daniel Savio y yo, caminando rumbo a las Catacumbas. Aunque estusiasmados con semejante acontecimiento, nos dirigíamos en silencio hacia el lugar donde se encontraba este inmenso laberinto. Apenas llegamos, empezamos a descender las viejas escaleras de piedra que conectan a la ciudad de París con este misterioso subsuelo. Tuvimos que bajar unos cuantos pisos: lo más inquietante de todo fue descubrir que a medida que avanzábamos, los ruidos de la ciudad se apagaban lentamente a nuestras espaldas. Aquel era el clima perfecto para conocer ese siniestro lugar.
     Al terminar de bajar las escaleras, pude ver el comienzo del recorrido turístico. Allí, coronando el umbral de una vieja puerta de piedra, se podía leer un cartel que me llamó poderosamente la atención: “¡Arrete! C’est ici L’Empire de la Mort” (“¡Deténganse! Aquí comienza el Reino de la Muerte”). Creo que cualquiera que se encuentre allí y lea este letrero va a pensarlo dos veces antes de poner un pie en ese lugar, donde descansan los restos de unas seis millones de personas. Pero nosotros sabíamos que debíamos entrar, habíamos recorrido miles de kilómetros y ningún cartel nos iba a intimidar... así que ingresamos.
     Los primeros túneles estaban sumidos en una semioscuridad amenazante; eran estrechos y de a ratos hacían que uno se sintiera claustrofóbico. En las paredes se veía algo raro, así que las alumbré con mi linterna y allí me llevé la primera sorpresa: estaban hechas con huesos de personas. Tibias y fémures, perfectamente apilados, se alzaban a nuestros costados, junto a una hilera de cráneos, debido a los pequeños que eran los túneles, estaban muy cerca de nosotros y parecían mirarnos fijamente. Aquel era el escenario ideal para filmar una película de terror y allí estábamos nosotros, grabando imágenes de vídeo para Voces Anónimas.
     A medida que nos internábamos más y más en aquel laberinto gigante, comencé a recordar la cantidad de anécdotas de personas que bajaron a las Catacumbas de París y allí se quedaron para siempre, ya que nunca encontraron la salida.
Como si fuera poco, mientras pensaba en todo esto me encontré frente a la lápida de una de las personas que ahí murieron. Se trataba de Philibert Aspairt, un hombre que bajó en 1793 s las Catacumbas y jamás regresó. Aspairt fue encontrado muerto once años después en uno de los torturosos túneles. Su esqueleto estaba muy deteriorado y roído por las ratas. En ese momento comprendí que todas las leyendas que hablan de personas perdidas que murieron son ciertas. Además, todos los túneles son estrechos, oscuros y parecidos entre sí y esto, en un área de 300 kilómetros cuadrados, puede ser muy peligroso. No es extraño que alguien se pierda allí.
     Cuando ya teníamos las tomas que necesitábamos, decidimos retirarnos y completar el recorrido en silencio. Finalmente, volvimos a París, la “Ciudad Luz”, luego de subir los veinte metros que la separan de las Catacumbas. Son tan diferentes ambas “ciudades” que uno perfectamente puede llegar a sentir que pasa del mundo de los muertos al de los vivos. Fue realmente impactante para mí haber recorrido este emblemático laberinto de la muerte. Pero no todo terminó ahí, ya que al parecer, esa tarde algún tipo de energía decidió seguir mis pasos.
     Al salir de las Catacumbas, la noche comenzaba a caer sobre París. El frío de hacía intenso y nosotros apurábamos el paso para llegar al hotel, ubicado en el barrio Montmartre.
Para llegar, debíamos pasar por un puente que atravesaba un viejo cementerio. El panorama no era alentador, ya que veníamos bastante sugestionados. La tenue luz de los faroles y la soledad de las calles conspiraban para que el miedo no desapareciera del todo
     Mientras cruzábamos el viejo puente parisino, me percaté que Daniel, quien caminaba delante de mí, comenzó a apurar el paso y a alejarse. Yo también estaba un tanto incómodo con el funesto panorama que se presentaba bajo mis pies: se veían claramente algunas frías lápidas, tumbas y panteones que formaban parte del inmenso camposanto. Hasta donde yo estaba llegaban las ramas vacías de los árboles y sobre ellas había unos cuervos que, a modo de custodios, vigilaban la impresionante necrópolis.
     Volví a buscar a Daniel con la mirada y, para mí sorpresa, ya había cruzado el puente. Miré entonces hacia abajo y al ver las tumbas, un frío traicionero me recorrió el cuerpo. La situación se complicó mucho cuando sentí cómo algo, a mis espaldas, me tiraba del pantalón. Lo primero que pensé fue que había sido yo mismo que, un poco asustado, me lo había pisado. Pero justo en ese momento, mientras buscaba una explicación, otra vez sentí el tirón, aunque esta vez de un modo tan brusco que me hizo tropezar. Me detuve y lentamente giré, para ver quién lo había hecho... pero allí no había nadie.
     Esto le asustó mucho, así que apuré el paso y casi corriendo crucé los metros interminables que faltaban para salir del puente y llegar al hotel.
     Esa noche me quedé pensando en todo lo que había sucedido y en lo presente que había estado el peligro en las Catacumbas de París y en el cementerio de Montmartre. Quizás ese tirón que sentí cuando pasaba por el puente fue producto de la sugestión... o quizás un llamado de la misma muerte.

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