El silbón.

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     Cuando recién comenzaba a trabajar en la investigación para Voces Anónimas 3 descubrí una leyenda venezolana que me llamó muchísimo la atención: El silbón. Se trata de un relato que surgió a mediados del siglo XXI y que tiene como protagonista a una aparición que vaga por los llanos silbando una tonada estremecedora.
     Inmediatamente, me puse en contacto con la Embajada de Venezuela y me dieron una cantidad de datos. De hecho, tuve la oportunidad de entrevistar a María Sofía Álvarez, quien trabaja allí y me contó detalles que yo desconocía acerca de este mito. Entre otras cosas, me explicó que las personas, cuando caminan durante la noche por la zona del llano, temen escuchar este silbido del más allá, ya que es presagio de un evento trágico, como la muerte. Quienes lo escucharon afirman que el sonido se asemeja mucho a la escala musical y que va subiendo de tono de manera perturbadora. Al parecer, cuando se oye de cerca, no hay peligro, pero si se siente de lejos es porque El silbón está cerca.
     A través de estas investigaciones, pude comprobar que la leyenda es quizás la más emblemática de Venezuela. El silbón es para los venezolanos lo que La llorona para los uruguayos. Finalmente, luego de varias idas y vueltas, por motivos ajenos a mi voluntad este relato quedó fuera de la lista de historias que formaron parte de Voces Anónimas 3. Pero ahora llegó el momento de compartirlo con todos ustedes

                      *  *  *

     En un viejo bar de los llanos de Venezuela, Porfirio, un hombre de unos treinta años de edad, esperó que cayera la noche para marcharse a saciar sus deseos más lujuriosos. Ahora podía ir tranquilo a la casa de Teresa. Según le había dicho ella misma, Manuel, su esposo, ya habría salido de viaje a aquellas horas.
     Bajo un cielo negro sin luna, Porfirio caminaba ansioso por llegar y concretar aquel encuentro que tanto tiempo había esperado. Al fin ella estaba sola. Llegó al patio delantero de la casa y mientras lo atravesaba, observó una silueta del otro lado de una gran sábana blanca que se hallaba colgada. Estaba seguro de que a pesar de lo tarde que era, se trataba de Teresa, que estaba tendiendo la ropa; sin duda, aquella sombra, un poco deformada y estirada por los ángulos de la luz, era generada por los faroles de la casa sobre el cuerpo de la mujer.
     Pensó sorprenderla, por lo que avanzó lentamente hacia allí. Entonces oyó un extraño silbido. No es raro escuchar silbar en aquellos parajes, pues los llaneros suelen hacerlo a toda hora... pero Porfirio inmediatamente supo que no había oído nada parecido a aquello en toda su vida. Fue un sonido agudo, que lo aterrorizó por completo. Pero era tal su deseo, había esperado con tanta ansiedad ese momento, que siguió avanzando lentamente hacia la sombra que se hallaba detrás de la sábana.
     No había terminado de dar el segundo paso cuando el silbido sonó de nuevo. Esta vez le heló la sangre: no sólo fue más agudo, sino que también estuvo acompañado por un ruido que no pudo identificar pero que aun así le estremeció de pies a cabeza. Se detuvo y permaneció inmóvil a unos metros de la silueta. Ahora que podía verla mejor, Porfirio se dio cuenta de que la sombra lejos estaba de pertenecer a una mujer, ya que llevaba el sombrero de ala que utilizan los llaneros, además de un bulto, una especie de bolsa grande que cargaba sobre los hombros. Asimismo, vio que aquella persona era extremadamente alta y delgada.
     Escuchó el silbido por tercera vez y lo supo: provenía de esa figura que lo acompañaba, al igual que ese extraño sonido como de objetos entrechocándose. El pánico eclipsó sus deseos y ahora lo único que quería era salir de ahí, volver a la seguridad del bar. Entonces percibió un movimiento detrás de la sábana y tuvo la sensación de que aquello, fuera lo que fuera, no lo dejaría escapar y lo mataría. Y casi se le paralizó el corazón cuando sintió de repente unos ladridos junto a él. Era el perro de Teresa, que le ladraba con furia a ese desconocido de sombrero de ala que cargaba una bolsa a cuestas.
     Esa era su oportunidad. Porfirio se dio entonces media vuelta y corrió como nunca antes lo había hecho. Las calles se estiraban como en un sueño e incluso creía sentir la presencia de aquella figura enorme persiguiéndolo y a punto de atraparlo.
     A pesar de su terror, el hombre llegó al bar. El mesero lo vio entrar tan agitado y pálido que trató de tranquilizarlo y luego le preguntó qué le había pasado. Cuando recuperó el habla, Porfirio le narró aquella pesadilla que acababa de vivir. El cantinero, después de escucharlo, dijo que debía darle las gracias al perro: según él, la mascota de Teresa lo había salvado de El silbón.
     Viejo conocedor de mitos y leyendas del lugar, el cantinero empezó a contarle a Porfirio, mientras este todavía respiraba con dificultad, acerca de de aquel espanto. Le explicó que El silbón es el espíritu de un hombre que, preso de una antigua maldición, vaga por los pueblos del desierto venezolano arrastrando en una bolsa los huesos de su padre. Su aparición, le aseguró, era precedida por un particular silbido que producen al entrechocarse los huesos que hay adentro del saco.
     La leyenda cuenta que mucho tiempo atrás, un joven que vivía por aquellos parajes cuidando de la tierra y del ganado llegó a su hogar al terminar la jornada y encontró a su esposa tirada en el piso, ensangrentada y aún temblando de terror. Entre balbuceos, la mujer alcanzo a decirle que su propio suegro, el padre del muchacho, había abusado violentamente de ella.
     Aquel llanero, furioso, fue entonces hasta el bar, donde sabía que se hallaba su padre. Cuando lo encontró y lo acusó, lejos de negar lo ocurrido, éste confirmó todo, diciéndole que la mujer se lo había buscado, que esa “mujerzuela arrastrada” se lo merecía. Como respuesta, el joven tomó un garrote y mató a golpes a su propio padre.
     Pocas horas después, el que se vengó de él fue su abuelo paterno, quien al enterarse del crimen lo mandó a buscar, hizo que lo ataran a un poste ubicado en medio del desierto y le despedazó la espalda a latigazos. Luego, le untó las heridas con ají picante y lo liberó... sólo para soltar tras él un perro hambriento y rabioso que lo atrapó y mordió hasta dejarlo agonizando. Antes de que su nieto muriera, el viejo lo maldijo, obligándolo a vagar llevando a cuestas los huesos de su padre.
     -Dicen que desde aquel entonces -terminó contándole el cantinero a Porfirio- el espíritu del joven, conocido por todos como El silbón, se aparece por los llanos ante los mujeriegos y golpeadores para castigarlos por sus barbaridades. Los pocos hombres que, como usted, sobrevivieron a su presencia, no sólo lo describen como un persona muy delgada, altísima y de piel rojiza, sino que llegan a decir que así lo moldeó el mismo Diablo para que su andar fuera más rápido. Eso sí, déle gracias a Dios de que lo único que parece asustarlo son los perros...

     Al parecer, este personaje legendario aún hoy sigue recorriendo los llanos venezolanos con su bolsa a cuestas, repleta de huesos. Según la leyenda, lo seguirá haciendo por toda la eternidad. Por eso no es extraño descubrir que, día a día, siguen surgiendo relatos que hablan de un silbido muy particular, que es capaz de estremecer, incluso, a las voces anónimas.

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