Nueve veces Verónica.

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Pocas cosas de uso cotidiano guardan tanta relación con el mundo de los espíritus como los espejos. A través del tiempo, muchos pueblos han identificado la imagen que nos devuelven estos objetos con el alma humana. De allí deriva la costumbre de tapar todos los espejos que se encuentren cerca de una persona agonizante para evitar que su espíritu, al abandonar el cuerpo, quede atrapado en ellos. Y así comenzaron a formar parte de numerosas leyendas populares.
Hay relatos que aseguran que hasta el mismo Lucifer se presenta una vez al año en los espejos para pasar al mundo de los vivos. Esto sucede en Nochebuena, justamente a la medianoche. Al parecer, el Diablo lo hace en ese momento porque viene a la Tierra para opacar el nacimiento de Cristo y llevarse consigo algunas almas al infierno. Los intrépidos curiosos que estén dispuestos a correr el riesgo de verlo frente a frente deben pararse ese día, unos minutos antes de la hora indicada, frente al espejo de un baño totalmente a oscuras, encender doce velas negras, llamarlo por su nombre con los ojos cerrados, luego abrirlos y, por último, fijar la vista en el reflejo, esperando que sean exactamente las doce en punto.
Además de este espeluznante relato, podemos encontrarnos con otros, como los de Bloody Mary y Verónica. De hecho, la leyenda urbana "Nueve veces Verónica" es una de las más conocidas en la actualidad. Es sorprendente cómo se ha propagado a través de la web por miles de páginas, blogs y redes sociales. Hay muchas versiones acerca de su origen: algunos la relacionan con una sesión de Ouija practicada por unas adolescentes; en otra versión, una joven enferma es enterrada viva y regresa a través de los espejos para vengarse. Pero el relato que descubrirán a continuación es el que más me llamó la atención y el que, a mi criterio, explica mejor el origen de esta leyenda urbana.

* * *

No existe un acuerdo total a la hora de determinar quién fue Verónica. Hay versiones extremadamente contradictorias, desde las que dicen que la mujer de la leyenda es Santa Verónica, aquella que le acercó a Cristo su velo durante el Viacrucis para que enjugara su rostro (tela que luego se convertiría en el Santo Sudario) hasta las que aseguran que es nada menos que la misma hija de Satanás. Sin embargo, las corrientes más aceptadas son aquellas que hablan de dos amigas, Carolina y Verónica, que cultivaron una singular y profunda amistad... tan singular y profunda como la pasión que provocó el siniestro final del fuerte lazo que las unía.
Inseparables desde la infancia, las dos muchachas se vieron involucradas en mil y una travesuras. Se complementaban a la perfección, aunque había algo que saltaba a la vista: a pesar de ser tres años menor, Verónica siempre convencía a Carolina para llevar a cabo sus más locas y perversas ocurrencias. Una de ellas se originó a partir de un extraño razonamiento que realizó el día de su cumpleaños número catorce. Pensó que si en el transcurso de tres años ninguna de las dos lograba enamorarse de algún muchacho, entonces era claro que habían nacido para ser monjas y ambas deberían entrar a un convento para hacer sus votos.
Sucedió entonces que cuando Verónica cumplió diecisiete abriles, el amor seguía sin aparecer en sus vidas. Su amiga se ilusionó pensando que podría haber olvidado lo pactado tres años atrás, pero ella era muy testaruda y estaba acostumbrada a que todas sus ideas se llevaran a cabo, por lo que aquella noche, sin decir una sola palabra a sus padres, cumplieron lo acordado. Llamaron a la puerta del convento más cercano e ingresaron en él, abandonando para siempre el mundo en el que habían vivido hasta ese momento.
Al comienzo, todo marchaba bastante bien. Las monjas veían en ellas a dos jóvenes con mucho potencial a quienes habría que moldear lentamente y las muchachas se comportaban demostrando curiosidad, devoción y cierta obediencia. Pero aquello no duró mucho, ya que se fueron hartando de la nueva vida que habían elegido. Era demasiada sumisión, demasiado orden para dos adolescentes como ellas. Así, se fueron volviendo cada vez más rebeldes y desobedientes y a las monjas les resultaba cada vez más difícil dominarlas. La situación llegó a tal punto que las dos comenzaban a pensar que lo mejor sería abandonar el convento, pero ninguna quería ser la primera en dar el brazo a torcer.
Un día, llegó al convento un joven de veintiún años que las impactó a primera vista. Era el hombre de sus sueños y al verlo, la idea de irse de la institución desapareció como arte de magia. Se llamaba Álvaro. Abandonado desde muy pequeño por sus padres y criado por sacerdotes, llegó con sus celestiales ojos claros desde una de las congregaciones y se quedó en el convento. Las rebeldes aprendices no tardaron en enamorarse perdidamente de él, pero esta vez fue Carolina la que movió la primera ficha en aquella nueva competencia: le confesó a su amiga sus sentimientos por el muchacho, por lo que Verónica decidió mantener en secreto el amor que ella también experimentaba hacia el joven.
Carolina lo perseguía por los pasillos y las recámaras del convento, pero Álvaro la rechazaba una y otra vez. Sin embargo, cada nuevo revés provocaba que la muchacha volviera al asedio con mayor obsesión. Aquel acoso fue tan constante que el joven, de a poco, comenzó a corresponder a los seductores ataques, hasta que terminaron besándose en algún rincón sombrío, pecando con sus labios bajo la mirada inmutable de las figuras religiosas que llenaban el lugar. Luego de tanto esfuerzo, la joven había alcanzado lo que quería, pero poco después sucedió algo que marcó para siempre el destino de las dos amigas.
Lo que Carolina había logrado tras una larga temporada de persecución, Verónica lo consiguió en pocos días. Y no se conformó con besar a su amado, sino que lo convenció para que la llevara a su dormitorio. El destino quiso que, en aquel momento, su amiga la estuviera buscando y que luego de visitar los lugares donde solía estar, se decidiera a ir hasta el cuarto de Álvaro para preguntarle por su paradero.
Al abrir la puerta de la habitación, los sorprendió haciendo el amor. Sus ojos registraron cada detalle del peor momento de su vida y luego hicieron foco en los dos amantes traicioneros, dedicándoles la mirada más fría que jamás alguien lanzara bajo esos sagrados techos. Luego, cerró la puerta y se fue.
Verónica se vistió y salió tras ella, diciéndole que el suyo era un amor verdadero, que incluso ya le había comunicado a la Madre Superiora su intención de abandonar la Orden y de casarse con él, pero eso no fue aprobado por la autoridad religiosa. Al ver que la otra muchacha la ignoraba completamente, como si ella no existiera, decidió dejarla en paz. Era muy pronto para intentar una disculpa, pensó. Mañana hablarían.
Como si aquella actitud de total indiferencia fuera una profecía, esa misma noche Carolina entró al cuarto de Verónica mientras esta dormía y sin perder un segundo, alzó unas afiladas tijeras sobre su cabeza y se las clavó en el pecho. Ensangrentadas, subían y bajaban una y otra vez. Y todas las veces que el metal hendía la carne, Carolina repetía el nombre de aquella a la que le quitaba la existencia: "Verónica... Verónica... Verónica...".
El único testigo de la escena, un enorme espejo de pie apoyado sobre una de las paredes del cuarto, duplicaba en su superficie la sangrienta venganza. Nueve veces se clavaron las tijeras en el joven cuerpo de la durmiente, nueve veces la asesina dijo su nombre. Luego, Carolina contempló la obra de su ira y toda la gravedad de lo que había hecho cayó sobre ella. Lloró sobre el cadáver hasta llegar a la conclusión de que lo único que podía hacer era aprovechar aquellas altas horas de la madrugada, cuando el convento parecía desierto, y enterrar lo que quedaba de su amiga en los alrededores. Así lo hizo y fue tanto su apuro que sepultó el cuerpo con las tijeras todavía clavadas en el pecho.
A los pocos días, Álvaro abandonó el convento y todos en la institución pensaron que Verónica se había marchado para unirse con él. Mientras tanto, Carolina dejó a un lado su rebeldía y retomó el camino que la llevaría a convertirse en monja. De esa manera, tal vez intentaba olvidarse de su atroz asesinato, como si Verónica nunca hubiera existido y ella hubiera entrado al convento sola y por su propia decisión.
Así fueron transcurriendo los días, las semanas, los meses. Pero por más esfuerzo que hiciera, la asesina sentía que al acercarse el aniversario de su crimen, una implacable sombra oscurecía sus jornadas. El día en el que se cumplía exactamente un año de la muerte de su amiga, no salió de su habitación. Dijo que se sentía mal y pidió que por favor nadie la molestara. Así, encerrada, rezando, apretando la biblia entre sus manos, dejó que el tiempo se arrastrara lentamente.
Al fin llegó la noche y empezaba a sentir que su calvario estaba por terminar. Tenía la seguridad de que si llegaba a superar aquella jornada, luego todo sería más fácil. Comenzaría a vivir sin tanta culpa, sin tanto miedo. Pero faltando unos instantes para que sonaran las campanadas de la medianoche, notó algo raro en la habitación. Había estado tan nerviosa en esas últimas horas que en ningún momento se fijó en aquella cosa que se apoyaba en una de las paredes del cuarto, cubierta por una gruesa manta. Tal vez alguna de las monjas del convento la había dejado allí el día anterior y aún no le habían avisado.
Se levantó de la cama con la Biblia en una de sus manos, tratando de ocupar con aquel pequeño misterio los últimos minutos del oscuro aniversario y se puso frente al objeto. Entonces, con la mano libre, tomó una de las puntas de la manta y la retiró.
Nunca sintió un terror tan profundo como el que la invadió al descubrir lo que se ocultaba bajo la tela: era el espejo de Verónica, el que había reflejado toda la verdad acerca de su muerte, el único testigo de aquel asesinato.
La joven quedó paralizada ante su imagen en el cristal. Pero su horror aumentó infinitamente cuando vio que, detrás de su reflejo, nacía otro. Era Verónica, que aún tenía las tijeras clavadas en el pecho...
Se dio vuelta, aterrorizada, pero en la habitación no había nadie más. Volvió entonces a mirar el espejo y allí seguía Verónica, parada a sus espaldas, con una sonrisa macabra en el rostro.
Luego, todo sucedió muy rápido. La imagen de Verónica comenzó a deformarse a una velocidad imposible. Carolina, con el horror más profundo apretándole el corazón, observó con qué rapidez la corrupción de la muerte se apoderaba del cuerpo de su amiga. Un olor insoportable llenó inmediatamente al cuarto. Conteniendo una arcada, miró otra vez hacia atrás, pero tampoco vio a nadie. Cuando sus ojos volvieron a posarse en el reflejo, pudo contemplar cómo la aparición putrefacta, sin perder la sonrisa, se sacó las tijeras, salió del espejo y se las clavó a ella en su propio pecho. El grito que Carolina lanzó se confundió con la primera campanada de la medianoche.
La leyenda dice que, desde entonces, el espíritu de Verónica continúa atrapado a mitad de camino entre el mundo de los vivos y el de los muertos y que desde aquella tierra intermedia ha encontrado la manera de manifestarse. Sólo hay que apagar todas las luces, encender una vela, sostener una Biblia en las manos y decir el nombre de la muchacha nueve veces frente a un espejo y entonces su espíritu aparecerá en él.
La mayoría de las personas que invocan de esta manera el alma de la joven lo hacen para consultarle acerca del futuro. Paradójicamente, dicen que el riesgo que se corre al hacerlo es quedarse sin eso, sin futuro, ya que al parecer, ella aún no ha saciado su sed de venganza. Verónica sigue usando los espejos para matar con aquel objeto que la lanzó sin piedad al otro mundo: un par de enormes y afiladas tijeras.

Gracias a esta popular leyenda urbana, todos tenemos una llave que abre por unos instantes el pórtico que nos separa del reino de los espíritus.
Un espejo, una Biblia y el débil resplandor de una vela encendida.
Verónica, nueve veces Verónica.
Tan simple y aterrador como eso
Mientras tanto, al otro lado del espejo, Verónica espera ansiosamente el llamado de las voces anónimas.

Voces Anónimas "OCULTO".Donde viven las historias. Descúbrelo ahora