Capítulo 3 Superfluo

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La Chica de los Ojos Verdes cerró la puerta tras de sí aún con el estómago encogido. Nacho, frente ella, sonreía en tono burlón.

- Creo que no le ha sentado demasiado bien verme –dijo Nacho.

- No pasa nada, hemos tenido una noche movida –contestó Andrea.

- ¿Los niños son demasiado inquietos? –preguntó el chico.

- No se portan demasiado mal.

- Me gustaría conocerlos. Quiero saber si...

- ¿Si se parecen a él?

Nacho tragó saliva y dio dos pasos en dirección a Andrea, que contuvo la respiración.

- Si se parecen a ti –dijo el chico, demasiado cerca de su rostro.

La Chica de los Ojos Verdes dio media vuelta, maniobrando como pudo para volver a recuperar el control de su burbuja y sintió cómo, de nuevo, el oxígeno invadía de nuevo sus pulmones.

- ¿Quieres un café? –preguntó.

- Andrea, ¿estás nerviosa?

- Nacho, ¿qué quieres? –preguntó ella.

El Chico de los Ojos Azules sonrió de nuevo, con ese aire altanero y encantador que lo había caracterizado durante toda su vida. Comenzó a andar con ese garbo irresistible y se acercó al carrito de Minerva, que dormía con la respiración acompasada y los mofletes sonrosados. Nacho sonrió y volvió a mirar a Andrea. Tenía que reconocer que estaba arrebatadoramente hermosa con el cabello aún revuelto, la tira izquierda del camisón caída y las mejillas encendidas. Sintió una punzada de celos al pensar que, probablemente, aquel apestoso de Javier Dorner hubiera estado besando aquella piel que él tanto deseaba durante toda la noche, acariciando aquel cuerpo que él había venerado durante años.

No. Mal Nacho. Muy mal. No pudo evitar pensar en aquello. Llevaba meses de práctica dominando sus propios pensamientos, y asimilando su vida de padre soltero. Mireya se había ido y, a pesar de que en los días que sucedieron a su marcha él había intentado buscarla, finalmente había decidido abandonar la búsqueda. Los padres de Mireya habían ido a ver a Minerva casi todas las semanas, pero habían guardado silencio sobre el paradero de su hija. Al principio, a Nacho aquello no le hizo la menor gracia, pero al final lo había dejado pasar. Se había decidido a vivir solo, a criar solo a Minerva y a tramitar los papeles del tan ansiado divorcio de la Chica de los Ojos Azules que tenía que haber sido una realidad casi desde el mismo momento en el que se casaron.

Y en aquellas semanas, había follado bastante más que en los últimos meses. Susi, su secretaria de la editorial Vellafont, con la que había tenido más de un escarceo; Tania, una chica del gimnasio; Ascen, la monitoria del mismo; Rebeca, una editora, compañera suya; Gemma, una chica con la que se cruzó haciendo running y con la que acabó, después de algunas sonrisas, detrás de unos matorrales, y Andrea. Andrea, la encantadora Andrea. Nacho aún sonreía al recordar aquel polvo. Más que polvo, polvazo. Se había follado a Andrea en el cuarto de baño de un restaurante. Había sido brutal, bestial y glorioso. Andrea lo había absorbido. Literal. Cada una de sus embestidas habían sido recibidas por un grito de placer de la chica. Lo miró a los ojos mientras ambos se corrían y luego, ambos sonrieron mientras recuperaban el aliento. Y ella le había pedido volverse a ver, pero Nacho no había querido.

Porque aquella Andrea con la que había follado, simplemente, no era ella. No era su Andrea. No era Andrea Martín. No era la chica de la que estaba enamorado.

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