Capítulo 30 En el Aire

91 5 0
                                    

Se respiraba un aire extraño en la mansión Dorner desde que Juan había vuelto a asumir el control del holding. Tal y como acostumbraba, el todopoderoso hombre de negocios no había dado ninguna explicación a nadie y, en los últimos días, apenas se dejaba ver. Cayetana no sabía nada de su marido desde hacía tres noches. Aquello era algo normal, teniendo en cuenta que hacían vidas separadas desde hacía más tiempo del que podía recordar, pero después de la última discusión, en la que le había recriminado su trato hacia Javier, la esposa de Juan Dorner tuvo más claro que nunca que su marido era un hombre peligroso. No era la primera vez que elevaba la voz, incluso alguna que otra vez le había regalado alguna que otra caricia violenta que Cayetana había lucido con orgullo por sus hijos. Pero ahora ya no había nada que la detuviese. Le daban igual los escándalos, la prensa y los cuchicheos de sus amigas en el club de campo. Ella no amaba a Juan Dorner y él no quería a sus hijos. ¿Por qué seguir con la farsa? Sin embargo, él no le había dado pie. En los últimos días parecía rehuirla y al final, la señora de la mansión Dorner había decidido llenar sus momentos de soledad con la compañía del único hombre al que había amado. Hizo una maleta pequeña y abandonó la casa en la que había pasado los últimos treinta años. Con seguridad, Juan Dorner ni siquiera se daría cuenta de que se había ido.

De esta manera, Cayetana no se encontraba en la mansión el domingo por la noche, coincidiendo con el día libre de Dora. Por eso, cuando llegó a casa pasadas las dos de la madrugada, procedente desde Australia, en un vuelo intercontinental que había durado más horas de las necesarias debido a un retraso y a horrorosas turbulencias, José dejó caer sus bártulos en el hall y suspiró, cansado de la vida y de los controladores aéreos. Su última serie estaba petándolo en Netflix y, a consecuencia de, su cara era más conocida que nunca. Por lo tanto, lo que podían haber sido veinte minutos para salir de Barajas se convirtieron en hora y media de fotos, autógrafos y cansancio acumulado. Y todo pintaba que iría a peor, o al menos la llamada de Javier así lo auguraba. Solo había entendido el nombre de Andrea y que algo iba mal con ella. Ay, Javier y Andrea. ¿Cuándo aprendería ese par a estar bien sin necesitar de sus cuidados? Todo apuntaba a que tendría que solucionarlo él, como siempre.

El Chico de los Ojos Grises se dirigió a la cocina y se preparó un sándwich. Su estómago rugía a causa del maldito menú del avión que no tenía nada que le gustase, y eso que a él le gustaba prácticamente todo, pero cuando te ponen una plasta blanca con cuatro bolitas verdes que dicen ser guisantes, la cosa cambia. Se preparó uno de esos emparedados que tanto le gustaban en los que echaba un poco de todo lo que encontraba y se permitió disfrutar del silencio y la quietud de su casa. Con seguridad sus padres habrían salido, porque no era normal encontrar la mansión tan desierta. Cuando terminó de dar cuenta del bocado, salió de la cocina y agarró su maleta para ir directo a su habitación. Se ducharía, haría una video llamada con Mariola y dormiría a pierna suelta hasta que su hermano lo despertase para contarle sus penas y pedirle que solucionara su vida. Ay, Javier. ¿Cuándo aprendería que por más que quisiera el amor se podría fingir, pero no disimular? Por más que tratasen de negarlo, Andrea y él habían nacido para estar juntos y ni siquiera ellos mismos podrían acabar con lo que los unía.

Cuando subió el primer peldaño de mármol blanco, escuchó de pronto la atronadora voz de su padre. Se paró en seco y miró en dirección al despacho de Juan Dorner, pero la luz estaba apagada y, decididamente, la voz no provenía de allí. Se dejó guiar por el sonido rugoso de la voz del patriarca del clan Dorner y anduvo con sigilo por los pasillos de la casa. Juan Dorner estaba en una de las habitaciones del segundo piso. Al Chico de los Ojos Grises le pareció extraño que su padre estuviese en la que ellos llamaban Sala de Música, porque jamás lo había visto poner un pie allí en sus veintiocho años. En aquella salita, que tenía la acústica más envidiable de toda la casa, Javier tocaba el saxo y Cayetana el violonchelo. Además, era el cuarto al que José llevaba a las chicas cuando quería impresionarlas enseñándoles sus dotes a la guitarra cuando era un adolescente. Pero Juan Dorner jamás había entrado en la Sala de Música de la mansión. ¿Qué estaba haciendo allí ahora?

EN TIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora