Capítulo 32 Grietas

79 5 0
                                    

- Reconozco que lo último que esperaba cuando me llamaste era que me contases algo así.

Julia miró al hombre derrotado que se sentaba en su sofá, con Boston correteando a sus pies. Javier estaba realmente mal. La chica lo había recibido en su casa después de una llamada en la que había sabido ver que Javier necesitaba que alguien lo escuchase. Y ahí estaba ella, como siempre.

Javier llegó y ella lo invitó a entrar. Se sentó en el sofá y Julia le pidió que comenzase a hablar. Quizás era el tono balsámico de aquella voz, quizás la confianza que había fraguado con aquella chica en los oscuros años de la cárcel. No lo sabía, pero le contó a Julia todo lo que había pasado y ella abrió los brazos y dejó que él llorase en su pecho. Lo estrechó con fuerza y cerró esos ojos que perdían fuerza poco a poco. A pesar del dolor y la pena y de todo lo que había sufrido cuando Javier volvió con Andrea y finalizó su relación, Julia no había sido capaz de guardarle rencor. De hecho, estaba muy lejos de hacerlo. No había dejado de pensar en él ni un solo día. No podía guardarle rencor. Tampoco quiso permitirse soñar. Que hubiera vuelto no significaba que quisiera estar con ella. No, Javier solamente necesitaba un hombro sobre el que llorar, una amiga que lo escuchase y lo reconfortase. Y ahí estaba ella, abrazándolo de nuevo.

Durante todo el tiempo en el que no había sabido de él, Julia había ido atesorando todos los sueños, todas las esperanzas y los tal vez, esperando a Javier entre sus manos. Se había guardado todos los porqués, los recuerdos de felicidad y un poco de todo, suficiente y necesario. Todo ese futuro que quería tener con él y que nunca tendría. Todo lo que tuvo y había perdido. Pero ahora todo eso no importaba. Javier estaba ahí, con ella.

- Lo siento. Siento molestarte después de todo, solo para hablar de mis miserias -dijo él recuperando la compostura, volviendo a ser ese Javier serio, solemne y digno que siempre había sido–. No era mi intención molestarte.

- Tú no me molestas, Javier. Lo sabes. En cuanto a Andrea, la verdad es que no sé qué decirte. No sé qué pensar.

- A veces creo que es mejor no pensar nada. Pero yo tenía mi vida con ella, con los niños. Lo tenía todo. Ahora ya no me queda nada...

- Eso no es cierto, Javier -dijo la chica colocando su mano sobre la rodilla de Javier. Jamás lo reconocería, pero le costó reconocer esa mancha extraña que era la mano del chico–. No te has cansado de luchar por Andrea nunca y es su problema si no ha sabido verlo.

- Yo la quiero, Julia. Quiero a esos niños como si fuesen mis hijos. Si no me he cansado en todo este tiempo de luchar por ella, por lo que teníamos, es porque realmente creo que merece la pena. Todo merece la pena. Si supiera como arreglarlo...

La chica tomó aire y dejó que escapara lentamente por sus labios, al tiempo que acariciaba la cabeza de Boston. Mantuvo la vista o lo poco que quedaba de ella clavada en el can.

- Gastamos más fuerzas y energías en querer solucionar algo que ya debe estar muerto y enterrado que en mirar a quién tenemos al lado dispuesto a no volver a soltarnos la mano.

Javier pudo sentir cómo Julia apretaba con fuerza su mano y el nudo que traía de casa y que le oprimía el estómago hasta quitarle el aire se hizo más fuerte. Se sentía tan presionado, tan oprimido, tan destrozado, que lo último que necesitaba era que Julia le hiciese saber de una manera tan clara que seguía estando enamorada de él. Rompió el nudo de manos y se levantó del sofá. Comenzó a caminar por el pequeño comedor de la casa de la chica y Boston no tardó en seguir sus pasos.

- Javier, tienes que vivir. Con o sin amigos, con o sin amor, la vida sigue. No puedes consentir que todo tu mundo se paralice porque Andrea Martín ha decidido salir de ella.

EN TIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora