Sábado, 1 de febrero - Martes, 18 de febrero
El sábado, aprovechando las pocas horas de luz, Mikael y Erika dieron un
paseo con dirección a Östergården pasando por el puerto deportivo. A pesar de
que Mikael llevaba un mes en la isla de Hedeby, nunca había visitado su interior;
el frío y las tormentas de nieve le habían disuadido, con gran eficacia, de
semejantes aventuras. Pero ese sábado el tiempo era soleado y agradable, como
si Erika hubiese traído consigo la esperanza de una tímida primavera. Estaban a 5
grados bajo cero. El camino estaba flanqueado por los montones de nieve, de un
metro de alto, que había formado la máquina quitanieves. En cuanto
abandonaron los alrededores del puerto se adentraron en un denso bosque de
abetos, y Mikael se sorprendió al ver que Söderberget era considerablemente
más alta y más inaccesible de lo que parecía desde el pueblo. Durante una
fracción de segundo pensó en las veces que Harriet Vanger habría jugado de niña
en esa montaña, pero luego apartó esa imagen de sus pensamientos. Al cabo de
unos cuantos kilómetros el bosque terminaba abruptamente junto a un cercado en
el que empezaba la granja de Östergården. Pudieron ver un edificio blanco de
madera y un gran establo rojo. Renunciaron a subir hasta la casa y regresaron
por el mismo camino.
Cuando pasaron por delante de la Casa Vanger, Henrik Vanger dio unos
sonoros golpes en la ventana de la planta superior y les hizo señas con la mano
para que subieran. Mikael y Erika se miraron.
—¿Quieres conocer a toda una leyenda industrial?
—¿Muerde?
—Los sábados no.
HenrikVanger los recibió en la puerta de su despacho y les estrechó la mano.
—La reconozco. Usted debe de ser la señorita Berger —saludó—. Mikael no
me había dicho que pensara visitar Hedeby.
Uno de los rasgos más destacados de Erika era su capacidad para entablar
amistad de inmediato con todo tipo de individuos. Mikael había visto a Erika
desplegar todos sus encantos con niños de cinco años, los cuales, en apenas diez
minutos, estaban completamente dispuestos a abandonar a sus madres. Los viejos
de más de ochenta no parecían constituir una excepción. Los hoyuelos que se le
formaban al reírse eran tan sólo un aperitivo. Al cabo de dos minutos, Erika y
Henrik Vanger ignoraron por completo a Mikael, charlando como si se
conocieran desde pequeños; bueno, teniendo en cuenta la diferencia de edad, por
lo menos desde que Erika era una niña.
Erika empezó a reprocharle cariñosamente a Henrik Vanger que se hubiera
llevado a su editor jefe a ese perdido rincón del mundo. El viejo se defendió