Capítulo 28.

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Martes, 29 de julio - Viernes, 24 de octubre

Durante tres días, Mikael estuvo inmerso en los documentos impresos del

ordenador de Lisbeth: cajas repletas de papeles. El problema era que los detalles

iban cambiando constantemente. Un negocio de opciones en Londres. Otro de

divisas en París, hecho con la ay uda de intermediarios. Una sociedad buzón en

Gibraltar. El saldo de una cuenta en el Chase Manhattan Bank de Nueva York que

inesperadamente se multiplicaba por dos.

Y luego estaban los signos de interrogación más desconcertantes: una

sociedad con doscientas mil coronas en una cuenta sin movimientos, abierta

cinco años antes en Santiago de Chile —una más de las casi treinta sociedades

similares distribuidas en doce países— y ni un solo dato sobre las actividades a las

que se dedicaban. ¿Sociedades durmientes? ¿En espera de qué? ¿Empresas

tapadera que ocultaban otros asuntos? El ordenador no ofrecía ninguna

información sobre las cosas que Wennerström podía tener en su cabeza, las

cuales, tal vez, le resultarían tan obvias que nunca habrían sido formuladas en un

documento electrónico.

Salander estaba convencida de que la may oría de esas preguntas nunca

obtendría respuesta. Podían ver el mensaje, pero sin una clave no serían capaces

de interpretar el significado. El imperio de Wennerström era como una cebolla

compuesta de múltiples capas, un laberinto de empresas donde unas eran

propietarias de otras. Sociedades, cuentas, fondos, valores. Constataron que nadie,

ni siquiera el propio Wennerström, podía tener una visión global de todo. El

imperio tenía vida propia.

Existía una estructura o, al menos, un indicio de ello. Un laberinto de

empresas interdependientes. El imperio de Wennerström estaba valorado en una

absurda horquilla de entre cien mil y cuatrocientos mil millones de coronas.

Dependía de a quién se consultara y de cómo se calculara.

Pero si unas empresas eran dueñas de los bienes de las otras, ¿cuál sería,

entonces, el valor conjunto de todas ellas?

Cuando Lisbeth se lo preguntó, Mikael Blomkvist la miró con una atormentada

expresión en el rostro.

—Eso es pura cábala —contestó, y siguió clasificando las cuentas bancarias.

Habían salido de la isla de Hedeby por la mañana, muy temprano y a toda

prisa, después de que Lisbeth Salander dejaba caer esa bomba informativa que

ahora ocupaba todo el tiempo de Mikael Blomkvist. Fueron derechos a casa de

Lisbeth y pasaron cuarenta y ocho horas delante del ordenador mientras ella le

guiaba por el universo de Wennerström. Él tenía muchas preguntas. Una de ellas

se debía a la simple curiosidad:

La chica del dragón tatuadoWhere stories live. Discover now