Martes, 29 de julio - Viernes, 24 de octubre
Durante tres días, Mikael estuvo inmerso en los documentos impresos del
ordenador de Lisbeth: cajas repletas de papeles. El problema era que los detalles
iban cambiando constantemente. Un negocio de opciones en Londres. Otro de
divisas en París, hecho con la ay uda de intermediarios. Una sociedad buzón en
Gibraltar. El saldo de una cuenta en el Chase Manhattan Bank de Nueva York que
inesperadamente se multiplicaba por dos.
Y luego estaban los signos de interrogación más desconcertantes: una
sociedad con doscientas mil coronas en una cuenta sin movimientos, abierta
cinco años antes en Santiago de Chile —una más de las casi treinta sociedades
similares distribuidas en doce países— y ni un solo dato sobre las actividades a las
que se dedicaban. ¿Sociedades durmientes? ¿En espera de qué? ¿Empresas
tapadera que ocultaban otros asuntos? El ordenador no ofrecía ninguna
información sobre las cosas que Wennerström podía tener en su cabeza, las
cuales, tal vez, le resultarían tan obvias que nunca habrían sido formuladas en un
documento electrónico.
Salander estaba convencida de que la may oría de esas preguntas nunca
obtendría respuesta. Podían ver el mensaje, pero sin una clave no serían capaces
de interpretar el significado. El imperio de Wennerström era como una cebolla
compuesta de múltiples capas, un laberinto de empresas donde unas eran
propietarias de otras. Sociedades, cuentas, fondos, valores. Constataron que nadie,
ni siquiera el propio Wennerström, podía tener una visión global de todo. El
imperio tenía vida propia.
Existía una estructura o, al menos, un indicio de ello. Un laberinto de
empresas interdependientes. El imperio de Wennerström estaba valorado en una
absurda horquilla de entre cien mil y cuatrocientos mil millones de coronas.
Dependía de a quién se consultara y de cómo se calculara.
Pero si unas empresas eran dueñas de los bienes de las otras, ¿cuál sería,
entonces, el valor conjunto de todas ellas?
Cuando Lisbeth se lo preguntó, Mikael Blomkvist la miró con una atormentada
expresión en el rostro.
—Eso es pura cábala —contestó, y siguió clasificando las cuentas bancarias.
Habían salido de la isla de Hedeby por la mañana, muy temprano y a toda
prisa, después de que Lisbeth Salander dejaba caer esa bomba informativa que
ahora ocupaba todo el tiempo de Mikael Blomkvist. Fueron derechos a casa de
Lisbeth y pasaron cuarenta y ocho horas delante del ordenador mientras ella le
guiaba por el universo de Wennerström. Él tenía muchas preguntas. Una de ellas
se debía a la simple curiosidad:
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