Miércoles, 18 de junio
Lisbeth Salander se despertó con un sobresalto. No había soñado nada. Se
sentía levemente mareada. No le hizo falta girar la cabeza para saber que
Mimmi y a se había ido a trabajar, aunque su olor permaneciera todavía flotando
en el viciado aire del dormitorio. La noche anterior Lisbeth había tomado
demasiadas cervezas en la reunión que los Evil Fingers celebraban cada martes
en el Kvarnen. Poco antes de que el bar cerrara, apareció Mimmi y la
acompañó a casa y a la cama.
A diferencia de Mimmi, Lisbeth Salander nunca se había considerado
seriamente lesbiana. Nunca le dedicó tiempo a reflexionar si era hetero, homo o,
incluso, bisexual. En general, hacía caso omiso de las etiquetas; además pensaba
que con quién pasara la noche era asunto suyo y de nadie más. Si se viera
obligada a manifestar sus preferencias sexuales, preferiría a los chicos; o eso era,
al menos, lo que se desprendía de su estadística personal. El único problema
residía en encontrar un chico que no fuera tonto y que, además, valiera en la
cama; Mimmi representaba una dulce alternativa; y, encima, la ponía caliente.
La conoció en la barra de una carpa de cerveza durante el día del orgullo gay del
año anterior, y era la única persona que Lisbeth les había presentado a los Evil
Fingers. En el transcurso del último año su relación había sido intermitente; en el
fondo, no era más que un pasatiempo para ambas. Mimmi poseía un cálido y
suave cuerpo al que arrimarse; además se trataba de alguien a cuyo lado Lisbeth
podía despertarse e incluso desayunar.
El despertador de la mesilla marcaba las nueve y media de la mañana;
Lisbeth se estaba preguntando qué era lo que la había despertado cuando volvió a
sonar el timbre de la puerta. Se incorporó desconcertada. Nadie llamaba jamás a
esas horas de la mañana. La verdad es que tampoco solía recibir visitas a ninguna
otra hora del día. Medio dormida, se envolvió en una sábana y, dando tumbos, se
acercó a la entrada y abrió. Se encontró cara a cara con Mikael Blomkvist, sintió
cómo el pánico le recorría el cuerpo e, involuntariamente, dio un paso hacia
atrás.
—Buenos días, señorita Salander —saludó de muy buen humor—. Ya veo que
anoche se lo pasó usted muy bien. ¿Puedo entrar?
Sin esperar la invitación, Mikael cruzó el umbral y cerró la puerta. Contempló
con curiosidad el montón de ropa que había en el suelo del vestíbulo y la montaña
de bolsas llenas de periódicos; luego, de reojo, le echó un vistazo al dormitorio
mientras el mundo de Lisbeth Salander giraba al revés: « ¿cómo?, ¿qué?,
¿quién?» . Mikael Blomkvist observaba, divertido, su boca abierta.
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