Jueves, 10 de julio
Desayunaron en el jardín en silencio y sin leche para el café. Antes de que él
fuera a buscar una bolsa de basura para quitar a la gata de allí, Lisbeth sacó una
pequeña cámara digital Canon para hacer unas fotos del macabro espectáculo.
Sin saber muy bien qué hacer con el cadáver, Mikael lo metió en el maletero del
coche. Debería poner una denuncia a la policía por maltrato de animales y
posiblemente también por amenazas, pero no sabía muy bien cómo explicar el
motivo de esas amenazas.
A las ocho y media, Isabella Vanger pasó caminando en dirección al puente.
No los vio, o fingió no verlos.
—¿Cómo estás? —le preguntó finalmente Mikael a Lisbeth.
—Bien.
Ella le observaba desconcertada. « De acuerdo. Quiere que esté indignada» .
—Cuando encuentre al cabrón que tortura y mata a una gata inocente sólo
para hacernos una advertencia, cogeré un bate de béisbol y...
—¿Crees que se trata de una advertencia?
—¿Se te ocurre algo mejor? Esto significa algo.
Mikael asintió con la cabeza.
—Sea cual sea la explicación, hemos conseguido inquietar a alguien lo
suficiente como para que cometa una verdadera locura. Pero también hay otro
problema.
—Ya lo sé. Esto es un sacrificio animal al estilo de los de 1954 y 1960. Pero
no parece probable que un asesino de hace y a cincuenta años venga ahora
merodeando por aquí para dejar cadáveres de animales torturados delante de la
puerta de tu casa.
Mikael asintió.
—En tal caso, los únicos sospechosos serían Harald Vanger e Isabella Vanger.
Hay otros parientes may ores, también de la rama familiar de Johan Vanger,
pero ninguno vive por aquí.
Mikael suspiró.
—Isabella es una cabrona muy malvada, y seguro que sería capaz de matar
a una gata, pero dudo que en los años cincuenta se dedicara a asesinar en serie a
mujeres. En cuanto a Harald Vanger... no sé, parece tan decrépito que apenas
puede andar; me cuesta creer que haya salido a escondidas por la noche para
buscar a la gata y hacer todo eso.
—A no ser que se trate de dos personas. Una may or y otra joven.
Mikael oyó pasar un coche. Levantó la mirada y vio a Cecilia Vanger
desaparecer por el puente. « Harald y Cecilia» , pensó. Pero había algo que no
encajaba muy bien: el padre y la hija no se veían y apenas se dirigían la palabra.
A pesar de la promesa de Martin Vanger de hablar con ella, Cecilia seguía sin
devolverle las llamadas.