Capítulo 1

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Gabriel se despierta con el chillido de las aves. Siempre lo hace y siempre comienza su día de la misma manera. Con una maldición. Amanda deja escapar un suspiro cuando Gabriel lanza sus piernas sobre el lado de la cama, frunciendo el ceño como podría hacerlo un gato y salta al suelo para estirarse lánguidamente antes de caer sobre su estómago. Bien podría haberse quedado en la cama como lo hace normalmente.

Gabriel la ignora mientras se abre camino a través del dormitorio, agarrando ropa al azar antes de dirigirse a tomar una ducha. El agua, como siempre, está fría y Gabriel se apresura a limpiarse para alejarse del frío antes de que pueda hundirse en sus huesos. Para esto está el resto del día.

Prueba sus propios pensamientos negativos unos quince minutos después, saliendo por la puerta principal de su casa, dirigiéndose hacia la torre que está al lado. Hay un frío amargo en el aire y hace que le duela la cicatriz desde el momento en que sale. Tiene veinticinco años, pero se siente de sesenta. La escalera de caracol que conduce a la parte superior de la torre parece nunca terminar.

Hay constantes en la vida de Gabriel. Siempre se despierta solo con su gata. Sus duchas son siempre frías. Sus pantorrillas siempre le duelen cuando sube las escaleras. Siempre escribe en sus diarios. Siempre está solo, siempre está enojado y siempre le falta algo. Su vida se basa en un flujo de constantes y ese pensamiento lo golpea más y más cada día, lo convierte en un ser mecánico, pero no es realmente él. No lo ha sido por un tiempo. No en más de dos años.

Comprueba los indicadores cuando llega a la parte superior de las escaleras, anotando las medidas en el mismo garabato ordenado de siempre. El clima está despejado por ahora, a pesar de las nubes grises bajas en el cielo y puede ver el feroz azul verdoso del océano rompiendo por millas desde su posición estratégica. Sin embargo, sabe por instinto que una tormenta llegará en los próximos días. Puede sentirlo en el aire, puede olerlo y saborearlo cuando cierra los ojos. Va a ser fuerte. Probablemente lo suficientemente fuerte como para dejarlo aislado cuando el camino hacia el pueblo se vea obstruido. Como siempre sucede.

A Gabriel no le importa estar aislado. Pasa sus días solo y se ha acostumbrado a ello. De todas formas nunca le gustaron las personas. En realidad le gustaban pocas personas, solo había una a la que él realmente quería, y todas ellas se han ido de su vida, a excepción de su hermana.

Sacude los pensamientos de su cabeza y vuelve a bajar las escaleras. Si va a quedar atrapado por la tormenta, entonces tendrá que ir al pueblo en busca de suministros. Además, es domingo. Gabriel siempre va de compras el domingo. Es cuando los pescadores entran de sus viajes de fin de semana, y los agricultores traen sus productos, por lo que está todo en su punto más fresco. Como beneficio adicional, la mitad del pueblo está en la iglesia, por lo que hay menos personas alrededor.

Gabriel siempre prefiere tratar lo menos posible con las personas. Significa que hay menos gente que mirar. Hay menos personas para señalarlo y susurrar cosas, como si él no pudiera escucharlas. Como si no pudiera ver por su cuenta que él es un fantasma acechando este pequeño pueblo con su presencia.

Mientras desciende del faro, arrastra los dedos por la piedra para evitar caerse. No está seguro de por qué. Nadie lo echaría de menos cuando se haya ido, excepto por Ema y tal vez por Amanda. Tal vez. Mientras alguien la alimente, a ella probablemente no le importará de una manera u otra.

Se sube a su viejo auto y baja la visera para sacar la llave. Nadie está por acá, así que no hay riesgo de que lo roben. No está seguro de que le importa si sucediera. Odia conducir, odia la forma en que todo se mueve demasiado rápido y la forma en que su cicatriz arde cuando está detrás del volante. 

Hace una parada en la casa principal, agarrando la nota que Ema ha dejado dentro de la lámpara de la puerta. Se quema con la bombilla. Siempre lo hace.

Luz de GuíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora