1. La Canica (parte 4)

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Cerca de la media noche, nada sucedía aún y Aline comenzó a pensar que debió pedirle a Ignacio alguna indicación más específica que “Tenemos que vernos esta noche”, se sentó en su cama con la sensación de que aquello de escabullirse de su casa a media noche, mientras todos dormían, era una total locura, sin contar que si sus papás la descubrían iba a estar metida en tremendo lío.

“Asómate”, la voz de Ignacio, largamente esperada retumbó en su cabeza, asustándola.

Aline se levantó y corrió la cortina de su ventana en el segundo piso, Ignacio estaba parado frente a la puerta de la casa, con su tarro de canicas en el suelo junto a él. Descontando la hora, parecía como cualquier amigo de visita.

“¿Estas en pijama?”, le preguntó Ignacio sorprendido.

Solo en ese momento, Aline se dio cuenta que en todo ese rato, no se le ocurrió ponerse algo más adecuado para salir de la casa en la noche.

“No te quedes ahí parada ¡Vístete para que podamos irnos!”, la apuró Ignacio.

“Dame un segundo”, pidió Aline.

“Que sea rápido, las niñas se demoran para todo y no tenemos tiempo”

Aline ni siquiera se molestó en responderle y rápidamente se puso pantalones gruesos, una polera, zapatos, chaqueta y un gorro de lana, corrió a abrir su caja de música y envolvió el planeta con delicadeza en un pañuelo, luego se puso unas gotas del perfume que le regalaron para su cumpleaños, se miró en el espejo y se devolvió a la ventana. Abajo, Ignacio caminaba de un lado para otro, impaciente.

“Ya estoy lista”, le dijo Aline. “Voy a bajar despacio”

“No hay necesidad de perder más tiempo”, dijo Ignacio. “Solo abre la ventana y siéntate en la orilla”

Aline dudó por un instante, la idea de saltar desde el segundo piso no le hacía ninguna gracia, a no ser que tuviera la habilidad de no hacerse daño con la caída y sabía que no tenía esa habilidad, porque en la tarde se calló de un árbol jugando con su hermano y se lastimó la rodilla. Aún así, hizo como Ignacio le dijo, abrió la ventana y se sentó en el borde.

“¿Salto?”, preguntó dudosa.

“¡No!”, el grito retumbó dentro de su cabeza, mientras Ignacio se pegaba alarmado a la reja. “¿Estás loca?”, le preguntó. “Si saltas te puedes romper una pierna. Quédate ahí, quieta y mírame directo a los ojos”

Aline, que estaba muy ofendida, evitó pensar en ello para que no la escuchara y se limitó a concentrarse en los ojos oscuros de Ignacio. Por un instante nada sucedió, pero de pronto, sintió un fuerte tirón a la altura de su estómago y los ojos de Ignacio, antes pequeños por la distancia, se hicieron de tamaño natural. Estaba en la calle de pie frente a él.

“Me estas pisando”, se quejó Ignacio.

–Lo siento –susurró Aline.

“No me hables hasta que nos alejemos lo suficiente”, le indicó él.

Comenzaron a avanzar a paso rápido por la calle, que se encontraba en completa oscuridad, Aline nunca antes había estado fuera de su casa a esa hora y hasta ese momento, creía que la calle en la noche se llenaba de peligros, en cambio, se dio cuenta que la gran diferencia era el pesado silencio que los envolvía, como si el mundo entero hubiese desaparecido y las casas, donde solían estar sus vecinos, se encontraran vacías. En algunos patios podían verse las luces encendidas y no quedaban rastros de los perros que en el día ladraban al pasar.

Como todos los faroles de su calle se encontraban apagados, pensó que se habían averiado todos juntos, hasta que al virar por la esquina de su casa, Ignacio se detuvo, estiró la mano y todas las luces de los faroles se transformaron en pequeñas esferas de luz que se dirigieron obedientes hacia él, quien las puso con delicadeza en su tarro de canicas y siguió su camino por la calle que ahora estaba a oscuras.

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