5. Campeonato de porristas (parte 1)

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Si Aline aún hubiese sido una chica normal, esa habría sido la primera semana del año en que se llenara de preocupaciones. Al menos así se veían sus amigas, ansiosas y preocupadas, y no podía ser de otro modo, ya que el campeonato de porristas para el que habían estado preparándose todo el año, se realizaría ese mismo fin de semana.

La entrenadora les dijo que aquel era el primer año en que creía estar entrenando a un equipo de ganadoras, que la llenaría de orgullo y llevaría honor al colegio con una copa que las condecorara como campeonas de la ciudad. A Aline, que nunca había estado en una competencia, le emocionaba la idea de ganarse una copa de campeonas, porque en el pueblo donde solía vivir, los campeonatos eran asunto de los chicos grandes, de esos que viajaban una hora en bus para llegar a los colegios en el pueblo vecino. Ellos eran los que competían en campeonatos, ganaban copas y tenían equipos rivales. Los más pequeños, como ella, asistían al único colegio del pueblo, donde los profesores no promovían entre sus estudiantes rivalidades de ningún tipo, probablemente porque no tenía caso hacer competir entre ellos a los pocos estudiantes que tenían.

En esta nueva ciudad, donde había muchos colegios, Aline descubrió la existencia de rivalidades de todo tipo, pero la que más llamaba su atención era la forma en que los niños mostraban su lealtad, no haciendo amistad con quienes asistían a otros colegios, llegando incluso a generarse peleas entre estudiantes de distintos establecimientos, por situaciones tan banales como una mirada dada a destiempo.

Como la entrenadora ambicionaba vencer a los equipos rivales, convocó a las chicas a ensayar todos los días, por largas horas, su intención era motivarlas a comportarse como las deportistas de alto rendimiento que eran y Aline, que solía comprometerse por completo con todo lo que emprendía, estaba determinada a dar lo mejor de sí misma, por lo que cada tarde hacía su mejor esfuerzo por alcanzar la perfección en sus piruetas y memorizar los pasos de la coreografía para no equivocarse, aunque estaba convencida de que las partes con mayor coquetería continuarían saliéndole sin gracia.

Sus amigas, que eran muy buenas porristas, no daban tanta importancia  como ella  a eso de ser deportistas de alto rendimiento, su principal motivación para ganar la copa, radicaba en asegurar un cupo en el equipo de enseñanza media, donde las porristas formaban parte de lo más alto en la escala social adolescente y se parecían más a una cantante de moda, que a una deportista de alto rendimiento.

Cuando Aline se unió al equipo no sabía que tendría que competir en un campeonato a finales del año, tampoco sabía que ese campeonato congregaba a equipos de toda la ciudad, que se realizaba en un estadio lleno de personas y se transmitía en directo por la televisión local. Ella solo había pensando que sería una buena oportunidad de hacer ejercicios, practicar las piruetas gimnásticas que tanto le gustaban y hacer nuevas amigas, no pensó que tendría que lidiar con el pánico que le producía verse expuesta ante tamaña multitud, pero se sobrepuso a la idea concentrándose con todo su optimismo en la consigna que le enseñaron sus compañeras: “Una buena porrista es capaz de sostener su gran sonrisa a pesar de todo”.

Sin embargo, cuando esa última semana llegaron los uniformes, consistentes en una corta falda roja y un peto ajustado que no alcanzaba a taparle la barriga, le flaquearon las piernas y la voluntad.

–Es equipo deportivo, amiga  –la confortó Melisa notando su horror al ver el uniforme–. Las jugadoras de voleibol de playa usan bikini.

–Pero yo no soy jugadora de voleibol playero –replicó Aline midiendo el largo de la falda en sus piernas.

–Debajo de la falda usarás pantaloncillos ajustados  –continuó tranquilizándola Melisa.

Aline vio el tamaño de los pantaloncillos que usaría bajo la falda y consideró que su ropa interior era más grande.

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