Capítulo 4: Nicholas Jefferson.

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Las clases pasaron con lentitud. Estudiar no era un problema para mí, de hecho, adoraba pasar mis tardes estudiando. Mis notas eran las mejores en todo el instituto y eso me enorgullecía. Siempre buscaba la aprobación del alfa y sabía que mis notas y comportamiento eran impecables.

Las matemáticas eran de hecho mi materia favorita, pero en ese momento no me encontraba de humor para los números. Aún sentía el cuerpo un poco pesado por la enfermedad y mi cabeza palpitaba. Quería ir a casa, secuestrar a Nate y acapararlo por un rato.

Quizás ver un par de películas echados sobre el sofá. Sí, eso me vendría perfecto.

—¿Has visto al nuevo profesor de física? —susurró Carol, desde el puesto que estaba justo frente a mí—. Dicen que es una belleza.

Había escuchado algunos susurros al respecto, pero estaba un poco de malas, por lo que no les presté mucha atención. Sin embargo, si ya había logrado obtener la atención de Carol, quien por lo general ignoraba cualquier tipo de chisme, entonces significaba que los murmullos comenzaban a aumentar.

¿Un nuevo profesor a finales de año? Fruncí el ceño ante el pensamiento.

—Según ellas —señalé con la cabeza a la clase en general—. Cualquier hombre decente es toda una belleza.

Carol río, mientras el profesor de matemáticas dirigía su amargada mirada hacia nosotras. Era un anciano que ya debería haberse jubilado, pero aquí estaba, lanzando dagas imaginarias con su mirada.

Parecía que le hacía falta un buen revolcón, a ver si lograba soltar esa amargura.

Por supuesto, no se lo dije. No estaba buscando un castigo solo por querer ser graciosa. Solo quería ir a casa y acurrucarme junto a mi mejor amigo.

Física era lo último que me tocaba este día, pero aún no podía irme. Nathan estaba practicando baloncesto, así que no tenía medio de transporte. Era el capitán del equipo y el más sexy de todos ellos. Tendría que quedarme hasta que la práctica finalizara. Por supuesto, los humanos y los hombres lobos tenían equipos diferentes. Equipo A y equipo B. No se relacionaban, al menos, esa siempre era la intención.

Sin embargo, algunos días entrenaban juntos. Los lobos tenían prohibido sacar a relucir todo su potencial, por lo que ellos se aburrían. Los entrenamientos eran después de clases, por lo que solía dirigirme al gimnasio a verlos.

No me molestaba, en absoluto. Disfrutaba viendo cada partido y cada entrenamiento.

—¡Al fin! —gritó Carol con entusiasmo, sin importar que el profesor estuviera viéndola—. Estamos a sólo un paso de la libertad.

—Señorita Rivers, aún puedo mandarla a detención —señaló el profesor, con una semi sonrisa.

¡Vaya! Era toda una sorpresa que pudiera hacer un gesto además de aquel amargado que lo caracterizaba. Lástima que sólo fuera capaz de sonreír con el sufrimiento de sus alumnos.

Carol hizo gesto inocente, dejándose caer de nuevo en el asiento hasta que el profesor nos permitió salir. Un estudiante pasó cerca de mí, empujándome. Casi caigo al suelo, con un poco elegante movimiento, pero alguien estuvo ahí para atajarme.

Sentí unos fuertes brazos envolverme, al tiempo en que mis pies dejaron de tocar el suelo. Reconocería su olor en cualquier parte.

—¡Apestas! —grité, en medio del pasillo. Algunos estudiantes se nos quedaron viendo—. Asco, Nate. Al menos dúchate antes de salir.

—Nah, prefiero abrazar a mi conejita con el sudor aún reciente —refutó sonriendo, sin soltarme—. Así marco territorio.

Me sonrojé ligeramente tras sus palabras. Nathan tendría que aprender a moderar sus palabras si no quería que muriera de un infarto. Carol se alejó de nosotros, riendo. Se dirigió hacia nuestra última clase, acompañada con Stuart.

Los sacrificios de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora