25. El pase

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Las partes escritas en cursiva son flashbacks.


***


Febrero de 1508

La niña avanzó la pierna izquierda y retrasó el hombro derecho. Repartió el peso entre sus dos piernas y flexionó ligeramente las rodillas, controlando su centro de gravedad. Elevó su mano izquierda hasta la altura de su ojo y la derecha a la de su mentón.

Podía sentir el frío colarse entre las hebras de lana de su jersey.

Pegó el codo derecho a su costado y lanzó el puño cerrado hacia la mano extendida de Shanks. El golpe lo realizó fundamentalmente con los nudillos del segundo y tercer dedo, tal y como él le había explicado.

Sobre sus labios se formaba una densa nube de vaho.

Lanzó su pierna izquierda atrás y curvó la espalda, esquivando el gancho del pelirrojo. Sus ojos se encontraron con los del hombre y, sin perder la conexión, le lanzó un puñetazo a la rodilla que tenía más adelantada.

En su piel se posaban gotitas heladas de condensación.

El pelirrojo se desestabilizó, trastabilló y alzó los brazos hacia ella. La cogió por los hombros, coló un pie entre sus piernas, le hizo una zancadilla y la empujó hacia atrás. La espalda de Enara golpeó el suelo nevado.

El pelo se le trenzó con diminutos cristales de hielo.

-No ha estado mal – le dijo Shanks tendiéndole una mano – Me has pillado desprevenido.

-No entiendo por qué no te has caído – le reprochó la niña, levantándose y sacudiéndose la nieve de los pantalones.

-Porque peso mucho más que tú.

-Déjame intentarlo una vez más – dijo ella, adoptando de nuevo la posición de defensa.

-¡Eh, Enara! – gritó Ibar desde el comienzo del claro en el que estaban entrenando - ¡Vamos a hacer un muñeco de nieve con mi madre! ¿Vienes?

La niña se giró hacia el pelirrojo con los ojos muy abiertos y las manos entrelazadas.

-Ve con él.


***


Septiembre de 1522

Las manos de Ibar la apresaron y la estrecharon contra su pecho.

Enara podía sentir el latido de su corazón en su cuello, el olor de su pelo, su calor en su cuerpo. Sus mejillas estaban mojadas, pero no sabía de quién eran las lágrimas. Le susurró al oído; le acarició el rostro; le pidió perdón.

Los dedos del joven se deslizaron por su espalda hasta sus hombros y la separaron de él.

          Sus ojos seguían siendo sus ojos.

Ibar le sonrió y el mundo de Enara se resquebrajó. Estaba ahí, con ella.

-¿Dónde están los demás? – le preguntó.

-¿Cómo? – contestó la joven con un hilo de voz.

-Mi madre y mis hermanos – dijo con los ojos brillantes - ¿Dónde están?

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