Capítulo 27

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El corazón se me enfría al ver su rostro.

Está demasiado delgado; sus pómulos sobresalen de su cara llena de barba y mugre, pero sigo reconociéndolo, lo haría sin importar en qué condiciones se encuentre. Lleva harapos completamente sucios y el olor que sale de su celda es nauseabundo. Lo miro sin creer que de verdad está ahí, frente a mí. Me contempla como si fuera una aparición. Supongo que nuestras expresiones son las mismas.

Fueron seis meses creyendo que estaba muerto y ahora está aquí, a menos de tres metros de distancia, moribundo y enjaulado como una bestia, casi secuestrado.

Obligo a mi cuerpo a salir de su estupor y dar un paso al frente. Me interno en la celda. Él abre los ojos con extrema sorpresa, creo que dándose cuenta de que soy real y no un espejismo.

—¿Lana? —susurra con voz ronca y rota.

No lo puedo evitar y sin importarme que huele asqueroso y está todo mugriento, me lanzo a abrazarlo con fuerza. Sus brazos se cierran en mi cintura y se aferra a mi cuerpo. Paso mis manos por su grasiento pelo sin creerme todavía que lo tengo tan cerca. Ya no es el enorme, musculoso y vital hombre que recuerdo, lo que me confirma que ha pasado unas horribles semanas encerrado aquí.

—Taras, por Dios —jadeo con los ojos llenos de lágrimas.

Aprieto su cabeza contra mi pecho y lo siento sacudirse con violencia antes de oír un sollozo. Llora. El gran mafioso está débil y derrotado. Lo hago separarse solo un poco de mí y veo sus lágrimas, esas que lo hacen parecer tan vulnerable.

—Estás vivo. —Acaricio su mejilla con adoración.

Sus hermosos luceros grises me estudian, me contemplan y me revelan tanta oscuridad que me estremezco.

—Yo también creí que estabas muerta —murmura.

Aparto un poco el rostro por el desagradable olor de su aliento. Tengo que sacarlo de aquí.

—Estoy viva, y ahora estoy aquí. —Vuelvo a abrazarlo y le lanzo una mirada a Sergéy—. Ayúdame con él.

Mi escolta asiente y entra a la celda haciendo una mueca de asco. Agarra a Taras del antebrazo.

—¿Puede levantarse? —le habla con respeto, pues recuerda que él es su superior a pesar del aspecto deprimente y denigrante.

—Sí.

Taras hace un esfuerzo enorme para ponerse de pie. Sigo cada uno de sus movimientos con cautela y cuando por fin se puede apoyar en sus pies, es que noto la gravedad de su estado. Está demacrado; ha perdido masa muscular, tiene enormes ojeras, está pálido y tiene sus labios resecos por la falta de líquidos. Ha tenido un castigo peor que la muerte y Lavrov va a pagar por eso.

Me encargo de recordárselo al detenerme delante de su celda. Le narro cada cosa que va a pagar con su sangre.

Mientras ayudamos a Taras a salir de las mazmorras, me pregunto por qué Lenin no me comentó esto. ¿No lo sabía? ¿Me lo ocultó? De ser así, va a sufrir un feo destino. Nadie que le haga daño a quien amo tiene derecho a vivir.

Cuando salimos a la superficie, Taras gruñe al sentir el frío en su piel y la luz en sus ojos. Se detiene unos segundos y aprieta sus párpados con expresión de sufrimiento. Me duele verlo así, es como si todo lo que él está pasando yo lo sintiera. Mientras caminamos hacia la casona, muchos soldados de la Bratva se muestran sorprendidos al verlo. Me pregunto cuántos estaban al tanto del encarcelamiento del tercer miembro más importante de la organización. Necesito saber quiénes estaban encargados de la tortura del hombre a mi lado, porque van a sufrir tanto o más que él.

La Rusa©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora