Capítulo 22: Sargento Shadwell

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El Sargento había decidido dejar atrás su carrera como cazador de brujas. Después del incidente en la base aérea de Tadfield, su convicción había sufrido una profunda sacudida.

Siempre creyó que estaba haciendo el bien al limpiar el mundo de la iniquidad de las brujas. Si se ponía a pensar en el origen de tal convencimiento, no estaba seguro. De lo único que estaba seguro era que casi toda su vida adulta la había dedicado a perseguir el rastro de las horrendas mujeres que profanaban con sus brujerías las tradiciones humanas más nobles.

Pero había estado viviendo un sueño, se dijo después del no-apocalipsis. Un sueño antiguo de épocas oscuras, donde se echaba la culpa a las brujas de cualquier desastre, y se perseguía a mujeres inocentes para hacerles pagar por pecados inexistentes. Incluyendo la mujer llamada Agnes la Chiflada, que ahora lo sabía, había sido la responsable de guiarlos a todos para salvar al mundo de la destrucción. Ella había tejido los hilos invisibles que unieran al ángel, al demonio, al Anticristo y sus amigos, al joven Newt, a su novia Anathema, a Madame Tracy y a sí mismo. Una bruja, una mujer que fue considerada maligna y condenada a muerte, había salvado a la humanidad.

-Señor Shadwell, no tiene que pedirme disculpas- le dijo un día Anathema Device, la bruja heredera de Agnes y novia de su pupilo Newton.- Las cosas suceden todas por un motivo. Usted debía hacer lo que creía correcto, estaba escrito.

-Lo sé, muchacha. Pero aún así...

-El plan de la Diosa nos otorgó roles a todos. Usted debía dedicarse a ser cazabrujas, aún cuando en la época moderna parezca una locura. Al ser cazabrujas, pudo reclutar a Newt. Al reclutarlo, lo envió a Tadfield, donde me conoció a mí. Al conocerme a mí, pudimos unirnos y frenar la tercera guerra, ayudando a Adam.

-Parece mentira que todo haya estado conectado desde el principio- comentó el Sargento, visiblemente alterado. Anathema, que no le guardaba rencor, le dedicó una sonrisa de aliento.

-Usted debía ser quien debía ser. Cascarrabias y todo, ayudó también a Aziraphale y Crowley, incluso sin saber quienes eran. Y pese a tener sus prejuicios con Madame Tracy, no vaciló en protegerla cuando el Diablo intentó destruir todo tras el no-apocalipsis. Esas cosas hablan de usted mejor que de nadie. Se lo repito: no debe pedirme disculpas por nada.

Shadwell recordó aquella conversación entera, y se sintió un poco mejor consigo mismo. Aunque habían pasado años desde aquello, a veces la melancolía regresaba. Pero no tenía sentido dejarse atrapar por ella.

"Veamos", pensó, mientras se levantaba despacio y se movía hacia la cocina. "El mundo se salvó y todos retornaron a la normalidad. El joven Newt se comprometió con la señorita Anathema... pronto se casarán. Eso es bueno... ellos dos son muy buenos. Se merecen ser felices".

Como Tracy no estaba, se hizo un té para él solo. Estaba bien: la mujerzuela con quien compartía la vida tenía más vida social que él, y le parecía perfecto para que no se sofocaran el uno al otro. Mientras esperaba que se calentara el agua, volvió a sentarse y retomó sus pensamientos.

"El ángel y el demonio también formaron su familia. ¡Una enorme familia por cierto! Diez hijos que ya son hombres y mujeres adultos. Buenos chicos... al menos la mayoría de ellos. Esos vándalos con sus motos deberían aprender a comportarse si me lo preguntan, pero allá ellos, tienen padres para que los eduquen". Sonrió de golpe y recordó la tarde en que todos nacieran. Se había llevado una gran impresión al ver salir de sus huevos a tantas serpientes parlantes, coloridas y con un empuje digno de titanes. "Tal vez allí entendí mejor que nunca que el mundo era mucho más extenso de lo que yo podía ver. Cuando nacieron esos niños..."

Su sesión de recuerdos se vio interrumpida por el timbre, por lo que maldijo y se levantó de mala gana. Primero apagó el fuego, que ya estaba hirviendo, y después fue a atender. Se llevó una gran sorpresa al ver que era una de las hijas de aquel par.

-Buenos días, Sargento Shadwell- lo saludó con educación la joven de anteojos. La recordaba muy bien: era Nina Luna, la amante de los libros que con frecuencia los visitaba a él y a Tracy.

-Buenos días, muchacha... ¿qué, no deberías estar en el colegio ahora?- gruñó a modo de saludo. Nina rió y entró tras él sin sentirse ofendida, quitándose el bolso y colgándolo de una percha.

-Muy gracioso, Sargento. Hoy no tenía clases. Así que decidí venir y tomar el té con ustedes... ¿mh? ¿Y la abuela Tracy?

El Sargento dio un respingo al oír ese apodo. Sabía que por su edad y su trato familiar, los hijos de Aziraphale y Crowley los veían a él y a Tracy como a sus abuelos. Así se lo hacían saber en muchas ocasiones, y lo hacían con un cariño que era imposible de combatir. Escondiendo su sonrojo, volvió a decir como si estuviera enojado:

-¿Cómo voy a saber dónde está esa mujerzuela? Ya está grande y no me debe explicaciones. Habrá ido a hacer sus sucios negocios con las otras arpías del barrio.

-Bueno, entonces tomaré el té con usted- decidió Nina, ella sí riendo a carcajadas sin esconderse. Su abuelo tenía un carácter espantoso, pero no podía engañarla. Cuando ella salió del huevo, fue él quien la sostuvo y la limpió antes de ponerla en su cuna. Esas cosas no se olvidaban. Tras aquella actitud recia y solitaria, había un buen hombre.

-Si quieres. Pero te advierto que no hay mucho de comer.

-Lo hay ahora- dijo ella haciendo aparecer un plato con galletas. El Sargento se ablandó de nuevo. Era bonito, pensó, saber que, aunque había desperdiciado su juventud cazando brujas, en su vejez había encontrado tanto paz como gente querida que lo acompañara. 

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