Lant Street

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En Lant Street, todos éramos más o menos ladrones. Pero éramos de esa clase de ladrones que facilitan la mala acción en vez de hacerla. Aunque me había quedado de una pieza al ver a Bom meterse la mano por la tela desgarrada de su falda y sacar un bolso y un perfume, nunca volví a sorprenderme: era muy soso el día en que no entraba nadie en la tienda de Yunho con una bolsa o un paquete en el forro del abrigo, en el sombrero, la manga o los calcetines.

—¿Todo bien, señor Yunho?—decía.

—Muy bien, hijo —respondía Yunho. Hablaba por la nariz—. ¿Qué sabes?

—No mucho.

—¿Me traes algo?

El hombre le guiñaba un ojo.

—Le traigo algo, Yunho, muy caliente y curioso...

Siempre decían eso o algo parecido. Yunho asentía, bajaba la cortina sobre la puerta de la tienda y cerraba con llave; era un hombre cauteloso, y nunca miraba una cartera cerca de una ventana. Al fondo del mostrador había una cortina de paño verde y detrás un corredor que llevaba derecho a nuestra cocina. Si conocía al ladrón le llevaba a la mesa.

—Vamos, hijo —le decía—. No hago esto con todo el mundo. Pero tú eres tan veterano que..., bueno, podrías ser de la familia.

Y hacía que el hombre depositara su mercancía entre las tazas, los mendrugos y las cucharas.

La señora Boa podía estar presente, dando la papilla a un bebé. El ladrón la veía y se quitaba el sombrero.

—¿Todo bien, señora Boa?

—Todo bien, querido.

—¿Qué tal, Seul?¡Cómo has crecido!

Yo los consideraba mejores que los magos, pues de sus abrigos y mangas salían libros de bolsillo, pañuelos de seda y relojes de pulsera; o sino joyas, vajilla de plata, candelabros de latón, enaguas...; todo tipo de tejidos, a veces. «Esto es tela de calidad», decían, mientras lo exponían a la vista, y Yunho se frotaba las manos y parecía expectante. Pero después examinaba el botín y se le oscurecía la cara. Era un hombre de aspecto muy apacible, muy honrado de apariencia; de mejillas muy pálidas, de labios y patillas pulcros. Se le apagaba la cara y te partía el corazón.

—Tela —decía, meneando la cabeza, pasando los dedos por un billete—. Muy difícil de endilgar. —O bien—: Velas. La semana pasada recibí de un tugurio de White hall una docena de velas de la mejor calidad. No he podido hacer nada con ellas. Las tengo paradas.

Se levantaba, fingía calcular un precio, pero ponía una cara como si no se atreviera a decírselo al hombre por miedo a insultarle. A continuación hacía su oferta y el ladrón hacía una mueca de asco.

—Señor Yunho —decía—, con esto no me paga ni siquiera la molestia de cruzar el puente de Londres. Vamos, sea justo.

Pero Yunho ya se había ido hasta su caja y estaba contando los chelines encima de la mesa: uno, dos, tres... Hacía una pausa, con el cuarto en la mano. El ladrón veía el brillo de la plata -por esta razón Yunho frotaba sus monedas hasta dejarlas muy relucientes-, y era como una liebre para un galgo.

—¿No podrían ser cinco, señor Yunho?

Yunho levantaba su cara de hombre honrado y se encogía de hombros.

—Me gustaría, hijo. Nada me gustaría tanto. Y si me trajeras algo poco corriente, mi dinero te respondería. Pero esto... — decía, con un ademán sobre el montón de sedas o de billetes o de latón brillante—, esto son fruslerías. Me estaría robando a mí mismo. Estaría quitando de la boca la comida a los bebés de la señora Boa.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora