Caballero

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En aquellos tiempos, yo creía saberlo todo sobre el amor. Creía que lo sabía todo de cualquier cosa. Si me hubieran preguntado qué me gustaría ser, creo que habría dicho que me gustaría criar niños. Tal vez quisiera casarme, con un ladrón o un perista. Cuando yo tenía quince años, hubo un chico que robó un broche para mí y que me dijo que le gustaría besarme. Hubo otro, un poco más tarde, que se plantaba en la puerta trasera y silbaba «La hija del cerrajero», sólo para ver cómo me ruborizaba. La señora Boa les ahuyentaba. Cuidaba de mí en esto, así como en todo lo demás.

«¿Para quién te guarda?», decían los chicos. «¿Para el príncipe Eddie?»

Creo que la gente que venía a Lant Street me creía tarda; por tarda quiero decir lo contrario de rápida. Quizás lo fuese para los parámetros del barrio. Pero a mí me parecía que yo era bastante espabilada. No se podía crecer en una casa como aquélla, donde se despachaban negocios de aquel tipo, sin tener una idea muy precisa de lo que valía cada cosa; de lo que podía servir para tal otra; y de lo que podía salir de ella.

¿Me seguís?

Están esperando a que empiece mi relato. Quizás yo también lo esperaba por entonces. Pero mi historia ya había empezado; yo era como vosotros, y no lo sabía.

Creo que empezó de verdad una noche de invierno, pocas semanas después de la Navidad en que celebré mi diecisiete cumpleaños. Una noche oscura, una noche de perros, llena de una niebla que era más o menos lluvia, y una lluvia que era más o menos nieve. Las noches oscuras son buenas para ladrones y peristas; las noches oscuras de invierno son las mejores de todas, porque la gente normal se queda en su casa, y todos los ricachones se quedan en el campo, y las grandes mansiones de Londres permanecen cerradas y vacías y suplicando que las desvalijen. Conseguíamos cantidad de material en noches semejantes, y las ganancias de Yunho eran más pingües que nunca. El frío hace que los ladrones cierren un trato enseguida. No pasábamos demasiado frío en Lant Street, pues además del fuego común de la cocina teníamos el brasero de cerrajero de Yunho: siempre mantenía una llama encendida debajo de los carbones, nunca se sabía qué podría surgir que requiriese un retoque o un fundido. Aquella noche había tres o cuatro chicos ocupados en extraer el oro de unos soberanos. Además estaban la señora Boa en su silla grande, a su lado un par de bebés en su cuna y un chico y una chica que se alojaban en casa: Johnny Vroom y Joy Park.

John era un chico delgado, moreno y espigado de unos trece años. Siempre estaba comiendo. Creo que tenía la tenia. Esa noche estaba partiendo cacahuetes y tiraba las cáscaras al suelo. La señora Boa vio lo que hacía.

—Cuida tus modales —dijo—. Estás ensuciando lo todo, y Seul tendrá que limpiarlo.

—Pobre Seul —dijo John—. Se me parte el corazón.

Nunca me quiso. Creo que me tenía celos. Había llegado de bebé a nuestra casa, igual que yo; e, igual que yo, su madre había muerto y le había dejado huérfano. Pero tenía un aspecto tan extraño que nadie se lo quitaba de las manos a la señora Boa. Ella le había cuidado hasta que tuvo cuatro o cinco años, y después lo mandó a la parroquia; pero incluso entonces fue dificilísimo librarse de él, porque siempre volvía del hospicio: nos pasábamos el día abriendo la puerta de la tienda y encontrándole dormido en el escalón. Al final le había aceptado un capitán de barco y John navegó hasta China; después de eso, cuando volvió al barrio trajo dinero, para alardear. Le duró un mes. Ahora estaba a mano en Lant Street para hacerle trabajos a Yunho; aparte de esto, hacía por su cuenta apaños con la ayuda de Joy.

Joy era una chica grande y pelirroja de veintitrés años y, en general, bastante simplona. Pero tenía unas manos blancas preciosas, y cosía como los ángeles. John la tenía ocupada en aquel momento cosiendo pieles de perro sobre chuchos robados, para que parecieran de una raza más fina de la que en realidad eran.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora