Y llegó la mañana en que supimos que él regresaba. Era una mañana corriente, salvo en que Irene se había frotado la cara al despertarse y había dado un respingo. Tal vez fuese lo que llaman una premonición. Pero esto sólo lo pensé más tarde. En aquel momento, la vi irritándose una mejilla y dije:
—¿Qué pasa?
Ella movió la lengua.
—Creo que tengo un diente con una punta que me hace daño —dijo.
— Déjeme ver —dije.
La llevé a la ventana y ella se dejó tocar la cara y palpar la encía. Encontré casi al instante el diente puntiagudo.
—Bueno, es tan afilado... —empecé a decir.
—¿Como un diente de serpiente, Seul?
—Como una aguja, iba a decir, señorita —respondí. Fui a su costurero y saqué un dedal. Un dedal de plata, a juego con las tijeras. Irene se acarició la mandíbula.
—¿Conoces a alguien a quien le haya mordido una serpiente, Seul?—me preguntó.
¿Qué podía decir yo? Se le pasaban cosas así por la cabeza. Quizás por vivir en el campo. Le dije que no. Me miró, luego abrió la boca y yo me puse el dedal y froté el diente hasta achatar le la punta. Había visto muchas veces a la señora Boa haciendo eso con los niños. Claro que los niños no paran de moverse. Irene se quedó muy quieta, con los labios rosa separados, la cabeza hacia atrás, los ojos primero cerrados y luego abiertos y mirándome, y la mejilla arrebolada. Al tragar, su garganta subía y bajaba. La humedad de su aliento me mojó la mano. Froté y después palpé con el pulgar. Ella tragó saliva otra vez. Parpadeó al topar con mi mirada.
Y, mientras lo hacía, llamaron a la puerta y las dos dimos un brinco. Fui a abrir. Era una de las camareras. Traía una carta en una bandeja.
—Para la señorita Irene —dijo, con una reverencia. Miré la letra y supe en el acto que era la de Caballero. El corazón me dio un vuelco. Y el de Irene también, creo.
—Tráeme la, ¿quieres? —dijo. Y acto seguido—: ¿Me alcanzas también el chal?
El arrebol se le había borrado de la cara, aunque la mejilla seguía colorada en el punto donde yo había apretado. Cuando le cubrí los hombros con el chal, noté que temblaba.
La observé sin que se diera cuenta mientras deambulaba por sus habitaciones, recogiendo libros y almohadones, guardando el dedal y cerrando el costurero. Vi que volteaba la carta y la manoseaba; obviamente, no podía abrirla con los guantes puestos. Me lanzó una ojeada furtiva y luego bajó las manos -todavía temblorosa, pero fingiendo indiferencia, con idea de aparentar que le importaba un bledo, pero mostrando que le iba la vida en ello-, se desabrochó el guante y arrancó el lacre, sacó la carta del sobre y la leyó, sosteniéndola en las manos desnudas.
Después exhaló aire con un único y largo suspiro. Recogí un almohadón y le sacudí el polvo.
—Buenas noticias, señorita, ¿no? —dije, porque pensé que debía decirlo.
Ella vaciló.
—Muy buenas —respondió tras una pausa—... Para mi tío, más bien. Es del señor Park, desde Londres, y ¿qué te parece? —Sonrió—. ¡Vuelve a Briar mañana!
La sonrisa permaneció en sus labios todo el día, como una pintura; y por la tarde, cuando volvió de ver a su tío, no se puso a coser ni quiso dar un paseo, ni siquiera jugar a las cartas, sino que daba vueltas por la habitación, y en ocasiones se plantó ante el espejo, alisándo se las cejas, tocándose la boca regordeta, sin apenas dirigirme la palabra, sin apenas verme.
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EL ENGAÑO
FanficSeulGi Kang, una joven huérfana de diecisiete años que vive en el Londres más salvaje, protegida por la señora Boa, la gran «madre» de una dickensiana comunidad de delincuentes, es enviada a una mansión en el campo como doncella de la joven Irene Ba...