En Marcha

18 4 0
                                    


5

Llovió toda la noche. Por debajo de las puertas del sótano entraron ríos de agua en la cocina, el office y las despensas. Tuvimos que interrumpir la cena para que Way y Baekhyun pusieran sacos en el suelo. Yo me quedé con la señora Stiles en una ventana, observando las gotas que rebotaban y los fogonazos de los relámpagos. Ella se frotaba los brazos y miraba al cielo.

—Pobres marineros en el mar —dijo.

Subí temprano a las habitaciones de Irene y permanecí sentada en la oscuridad, y cuando ella entró no supo por un momento que yo estaba allí: de pie, se tapó la cara con las manos. Hubo otro relámpago, me vio y dio un salto.

—¿Estás aquí?—dijo.

Sus ojos parecían grandes. Había estado con su tío y con Caballero. Pensé: «Ahora me lo dirá.» Pero se limitó a mirarme, y cuando sonó el trueno se dio media vuelta y se alejó. La acompañé a su dormitorio. Dejó que la desvistiera tan débilmente como si hubiera estado en los brazos de Caballero, y mantenía un poco separada del costado la mano que él había besado, como si la reservara. En la cama se tumbó muy rígida, pero de vez en cuando levantaba la cabeza de la almohada. En uno de los desvanes había un goteo rítmico.

—¿Oyes la lluvia? —dijo, y luego, en un tono más bajo—: El trueno se aleja...

Pensé en los sótanos que se inundaban de agua. Pensé en los marineros en el mar. Pensé en el barrio. Con la lluvia crujen las casas de Londres. Me pregunté si la señora Boa estaría acostada, mientras la casa húmeda crujía a su alrededor, pensando en mí.

«¡Tres mil libras!», había dicho. «¡Caray!»

Irene volvió a levantar la cabeza y contuvo la respiración. Yo cerré los ojos. «Ahora me lo dirá», pensé. 

Pero, finalmente, no dijo nada.

Cuando desperté, había escampado y la casa estaba silenciosa. Irene, en la cama, estaba pálida como la leche; llegó el desayuno y ella lo apartó, sin probarlo. Hablaba con voz tenue, de nada en particular. No parecía enamorada ni actuaba como tal. Pero creí que no tardaría en decir algo amoroso. Supuse que sus sentimientos la habían aturdido.

Observó, como siempre hacía, a Caballero que fumaba paseando; y cuando él se fue a ver al tío, ella dijo que le apetecía pasear. El sol había despuntado débil. El cielo era de nuevo grisáceo y el suelo estaba cubierto de charcos que parecían de plomo. El aire estaba tan lavado y puro que me pareció asqueroso.

Pero fuimos, como de costumbre, al bosque y al almacén de hielo, y después a la capilla y a las tumbas. Al llegar a la de su madre, se sentó cerca de ella y contempló la lápida. Estaba oscurecida por la lluvia. La hierba entre las tumbas era rala y fláccida. Alrededor de nosotras, dos o tres pajarracos negros caminaban con cautela en busca de gusanos. Observé cómo picoteaban. Creo que debí de suspirar, porque Irene me miró y la cara -que había estado adusta, enfurruñada- se le suavizó. Dijo:

—Estás triste, Seul.

Negué con la cabeza.

—Yo creo que sí —dijo—. Es culpa mía. Te he traído día tras día a este lugar solitario, pensando sólo en mí. Pero tú sí has conocido lo que es tener el amor de una madre y perderlo.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora