Esto no es Briar, no tengo a nadie

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Se va a la habitación donde están los tipógrafos. Veo que ellos levantan la cabeza, oigo su voz. No sé qué les dice. Me da igual. Al sentarme me ha invadido el cansancio, y las plantas de los pies, que hasta ahora han estado entumecidas, han empezado a escocerme. La habitación no tiene ventana ni chimenea, y el olor de pegamento parece más intenso. Me he acercado a una de las mesas: me inclino sobre ella y miro los montones de páginas sin cortar y sin coser, algunas de ellas revueltas o escondidas por Xia: «...y te flagelaré el trasero hasta que la sangre te corra hasta los talones...». La letra es nueva y negra, pero el papel es malo y la tinta se ha esparcido. ¿De qué tipo es? Lo sé, pero, cosa que me inquieta, no me viene a la memoria.

«... toma, toma, toma, toma, te gusta la vara, ¿eh?»

Xia vuelve. Trae un paño y un cuenco medio lleno de agua, y también un vaso de agua para mí.

—Tome —dice, colocándome el cuenco delante; moja el paño y me lo tiende; luego aparta la vista, nervioso—. ¿Lo hace usted misma? Sólo limpiarse la sangre, por ahora...

El agua está fría. Tras haberme limpiado los pies mojo el paño otra vez y, durante un segundo, me lo aplico a la cara. Xia se vuelve y me ve hacer esto.

—¿Tiene fiebre?—dice—.¿No estará enferma?

—Sólo tengo calor —digo.

Él asiente, se acerca y coge el cuenco. Luego se lleva la mano a la boca, se muerde la piel del dedo pulgar y frunce el ceño.

—Es usted bueno, por ayudarme. Creo que otros hombres me echarían la culpa.

—No, no. ¿No se lo he dicho? La culpa es de Park. No importa. Ahora dígame, sea sincera conmigo, ¿qué dinero lleva encima?

—Nada.

—¿Nada?

—Sólo tengo este vestido. Pero podríamos venderlo. De todos modos, preferiría ponerme uno más sencillo.

—¿Vender el vestido? —Se enfurruña aún más—. No diga cosas raras,¿quiere? Cuando vuelva...

—¿Volver? ¿A Briar?

—¿A Briar? Con su marido, digo.

—¿Volver con él? —Le miro asombrada—. ¡No puedo! ¡Me ha costado dos meses huir de él!

Él mueve la cabeza.

—Señora Park... —dice; yo me estremezco.

—No me llame así, se lo ruego —digo.

—¡Otra ocurrencia!¿Cómo debería llamarla, entonces?

—Llámeme Irene. Acaba de preguntarme qué tengo que sea mío. Tengo mi nombre, y nada más.

Hace un movimiento con la mano.

—No diga disparates —dice—. Ahora escúcheme. Se han peleado, ¿verdad?

Me río, con una risa tan aguda que él da un respingo y los dos tipógrafos alzan la vista. Él les mira y luego se vuelve hacia mí.

—¿Va a ser razonable? —dice en voz baja, con un tono de advertencia.

Pero ¿cómo puedo serlo?

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora